Ítaca son los Clásicos
Filología clásica y poesía
en Salamanca y Santander
Hojeo el cuaderno, despacio. Contemplo las palabras que atrapé al vuelo; ahora, calladamente, se disecan entre estas páginas. La tersura de lo recién pronunciado se acartona en una subsistencia esquemática, inconexa, muda. Estas ideas ya no son más que flores prensadas. Apenas me evocan aquella fragancia rebosante de posibilidades que me sedujo a conservarlas más allá de su hábitat inmediato y efímero: un empeño que solo ha resultado servir para que lo fugaz, convertido en triste fósil de sí mismo, se reafirme en su fugacidad. Sé que cada idea fue anotada con la esperanza de convertirse en relato, pero todas olvidarán definitivamente su vuelo y su aroma si no encuentran verbos que pongan en movimiento su anquilosada musculatura, flexionándolas y tensándolas en el cuerpo de una narración. ¿Cómo lograrlo? ¿Cómo hacer que estas ideas abandonen su mutismo y echen a andar?
De repente, me doy cuenta de que estoy caminando. No sé desde cuándo ni cómo. Sonrío; tras unos primeros balbuceos -interminables, a veces- las propias palabras acaban por hilvanarse. Yo las sigo con curiosidad por este camino polvoriento, a la intemperie, atestado de bifurcaciones y dudas a cada paso. Pero donde hay camino, late la posibilidad de llegar a algún sitio; así que continúo adelante, esperando desentumecer a las ideas con el calor acompasado de esta marcha que ahora da comienzo.
¿Adónde vamos? La hilera de palabras de mi cuaderno me retrotrae a las imágenes pasadas. Me veo junto a mis padres, emprendiendo el trote en el coche como en un moderno Rocinante. Serpenteamos entre dehesas, montes y llanos hasta desembocar en la ciudad bañada por aquel «fecundo río, nombrado de los poetas» que a su vez baña nuestra literatura. Emergemos del agua como un personaje de picaresca, y sobre el puente romano, contemplamos, intacta e irreal al lejos, la Catedral Nueva, que sigue distribuyendo su peso incansablemente desde las cúpulas hasta los cimientos.
La celebración del XVI Congreso de la Sociedad Española de Estudios Clásicos cobra un significado particular en Salamanca: en la pícara y mística Salamanca, con su vida cotidiana y anónima discurriendo entre los dorados muros bajo una cúpula añil tachonada de mitos y estrellas. Es la emoción de continuar, en los alrededores de la Plaza de Anaya, el coloquio de las letras clásicas donde con tanto ahínco se estudiaron y se convirtieron en fuente para la sed de los escritores que reinventaron la ciudad; porque aunque Salamanca esté ahí fuera, tangible, su realidad plena se la concede la literatura. Así, con la certeza de que todo el pasado bulle con una deliciosa intemporalidad en el instante presente (Salamanca tiene la virtud de borrar las engañosas barreras temporales), subo por la empinada cuesta de Tentenecio hacia la Facultad de Filología.
En el rellano de la escalinata me recibe el solemne busto de Miguel de Unamuno: recuerdo su cátedra de griego clásico, pero también su arresto domiciliario y muerte, como nos relató el guía de la Casa-Museo, Jorge, antes de despedirnos con un emotivo poema sobre la cultura y la libertad. Subo las escaleras que guardan memoria de las pisadas de una estudiante llamada Carmen Martín Gaite. Llego al Aula Magna.
La primera conferencia, pronunciada por el poeta y Catedrático de Filología Latina Juan Antonio González Iglesias, me parece ahora imbuida de un sentido plenamente programático: y es que la filología clásica y la poesía empezaron, así, a darse la mano, como inseparables compañeras, para sobrevolar todo el Congreso. Resultó fascinante acechar la sombra inspiradora de Virgilio y Horacio en el poema Los años de Alfonso Canales, cual Dante caminando de la mano con el poeta de Mantua: Hermoso / es aprender, rozar lo no sabido, / descerrajar las puertas, rasgar túnicas, velos (y aquí descubríamos el sentido del griego aletheia como «verdad desvelada») […] pero el mayor premio / para el hombre que vive y dice y ama / es lograr el lenguaje (¡el Logos!) / con el que los balcones, definitivamente / abiertos, comunican su saber soleado a las estancias… Y, en otro momento, brilló una máxima que recordé a lo largo de los días: «vita facta momentis: ecce unum» («la vida está hecha de momentos: he aquí uno»).
Los momentos siguieron sucediéndose y abriéndose a lo mejor. Llego al claustro de las Escuelas Mayores; algunos letreros todavía indican, en letras latinas sobre distintos colores, los saberes que allí se estudiaban. Me dirijo al Paraninfo, que inevitablemente conserva ecos del quijotesco discurso de Unamuno, para asistir a la conferencia inaugural de la Catedrática de Filología Latina Carmen Codoñer Merino: «Ordenando el saber», en torno al devenir histórico del concepto de enciclopedia; pues antes de las páginas de un tomo a menudo polvoriento, había sido la universidad, y antes, una formación universal e integral. Pero bajo un mismo significante, todos estos significados siguen hilvanados por el sentido de un conocimiento abierto sin compartimentos estancos; idea también programática.
Al salir del Paraninfo, vuelvo al claustro y me despido de la Decana: un nombre merecido por la secuoya que crece en el centro del patio desde hace siglo y medio. Su relación tan estrecha con los estudios y las letras me hace pensar en otras plantas salmantinas, como la morera tricentenaria del huerto de Calisto y Melibea, cuyas moras quizá se ensombrecieran igual que ante la tragedia de Píramo y Tisbe; o la parra del balcón de Unamuno, tan lozana que parecen abonarla los libros de su biblioteca (haciendo esquina con la casa de Elio Antonio de Nebrija); y entre las calles, los cipreses son como pinceles verdes y esbeltos frente al dorado de los muros. Sí, los árboles forman parte del imaginario cultural y literario de Salamanca; por eso me agradó tanto descubrir, en un lateral de la pintura del Cielo, entre seres mitológicos cargados de simbología, la imagen de un humilde y sencillo árbol, por el que quiere trepar la Hidra. En Salamanca, los árboles también tienen un lugar en las constelaciones; aquí, tanto la piedra resistente como la fluida renovación de la naturaleza es portadora de un pasado que resuena en nuestros oídos presentes con la solemnidad de las campanas de sus catedrales.
En el Aulario “Anayita” es donde tienen lugar la mayoría de comunicaciones del Congreso. Nada más entrar encontramos un mercadillo de libros de literatura e investigación al cuidado de algunas y algunos estudiantes de Filología Clásica de Salamanca. Intercambio algunas palabras e impresiones con ellos cuando me acerco a echar un vistazo; han prestado su apoyo con gran diligencia y amabilidad para la eficaz organización del Congreso.
Subo a las aulas: apenas me muevo de los paneles de Lingüística latina y griega. Descubro la metodología del estudio del lenguaje arrojando a las lenguas clásicas una luz nueva y estimulante para mí, al calor de las últimas investigaciones en curso. Así, acojo con gran interés las posibilidades que despliega el Diccionario de Colocaciones Latinas en la red (DiCoLat), presentado por el Catedrático de Filología Latina José Miguel Baños Baños: un indispensable impulso para adentrarnos, a través de la sintaxis y la semántica, en la comprensión de las redes de conceptos que construyen la realidad de la lengua latina. Como aprendí del profesor Baños y otros investigadores comunicantes, las lenguas (clásicas y modernas) están tejidas de metáforas conceptuales; porque nos servimos de las experiencias de nuestro entorno inmediato para hacer imaginable y comprensible la expresión de lo abstracto.
De forma complementaria a las ponencias, asistimos, en pequeños grupos, a distintas visitas culturales por la ciudad; cada una de ellas me parece la pequeña imagen de un retablo. Descubrimos que los órganos de la Catedral Vieja de Salamanca no callan, sino que duermen junto a los personajes de la Oración del Huertoque ilustra su exterior cuando permanecen cerrados. Pero al abrirse, nos saluda un ángel de la Anunciación, y entonces el organista, ante el teclado y los pedales de este instrumento cuyos orígenes se remontan al oficio de peluquero de Ctesibio de Alejandría, hace resonar las armonías que ideó Pitágoras, como si las proporciones matemáticas y geométricas de repente se volvieran melodía.
En la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca nos reciben, sobre cojines donde descansa su majestuosa vejez, algunos de los más preciados libros griegos y latinos de la colección. La antigua caligrafía, manuscrita o impresa, de las obras de Ovidio, Salustio, Dioscórides o Séneca se entrevera de ilustraciones: todo rezuma una elegancia formal evidente que realza la elegancia más sutil de la lengua y el pensamiento. Asimismo, al observar las pormenorizadas anotaciones de lectura en los anchos márgenes, o los huecos de un incunable esperando la mano que personalice una letra capital, todas estas huellas de lectores de otros siglos nos alejan de cualquier pasiva veneración: nos invitan, en cambio, a tomar el relevo de la lectura, también nosotros, cuidando de la luz de los clásicos aun en nuestras ediciones en serie; convirtiéndonos en lectores cómplices e implicados en su continua reinterpretación.
Una tarde, en el Teatro universitario Juan del Encina, asistimos a una mesa redonda sobre «Mundo Clásico y herramientas digitales», coordinada por J.J. Caerols, y en la que intervinieron E. del Río, F. Cortés Gabaudan, C. Tur Altarriba y A. Cancela. Se debatió que la incorporación de herramientas digitales no siempre da como resultado una mejora en la docencia y aprendizaje, por lo que su uso debe ser voluntario, y no obligatorio, y sobre todo, siempre un medio, y no el fin. De lo contrario, se correría el riesgo de buscar en la tecnología una respuesta rápida, fácil e inmediata a la compleja pregunta que es siempre el aprendizaje, cayendo así en la «espectacularización de los contenidos» en detrimento del cultivo de la profundidad y la paciencia que caracterizan a la Filología Clásica. Pienso ahora que nuestros estudios podrían sentirse orgullosos de afirmar junto al poeta Rilke lo siguiente: «que algo sea difícil es una razón más para intentarlo». También las palabras plenamente actuales de Nietzsche nos recuerdan que la filología es siempre un arte que pide trabajo sutil y delicado, y en que nada se consigue sin aplicarse con lentitud. Precisamente por eso es hoy más necesaria que nunca; precisamente por eso nos seduce y encanta en medio de esta época de trabajo, es decir, de precipitación, que se consume por acabar rápidamente las cosas. Por otro lado, en la mesa redonda se observó muy acertadamente que herramientas como ChatGPT necesitan siempre, para devolver la información, el estímulo de una pregunta inicial; entonces, como reflexionó la filóloga clásica y lingüista Cristina Tur Altarriba, ¿no sería prioritario fomentar y valorar, antes que la memorización de contenidos, las buenas preguntas del estudiantado, para labrar un pensamiento creativo y crítico que nos posibilite juzgar el mar de informaciones en el que cada vez estamos más anegados?
Así llegan los últimos brindis de la cena de clausura del Congreso. En este punto, el camino de palabras trazado en mi cuaderno cambia de dirección. Lo sigo a medida que asciende, hasta que se desliza entre la cordillera cantábrica y se detiene en Santander. Allí pierde el dorado de la piedra salmantina y empieza a mecerse con un nuevo rumor. Pego el oído a las palabras, como a una caracola, y escucho el mar romper contra un farallón una mañana de lluvia y viento. Me veo caminando bajo las hojas de los tamarices que pueblan la Avenida de la Reina Victoria: con su marañosa y cardada copa al viento, parecen nubes ancladas a la tierra por su recio tronco. Entonces pienso en el mar que ondula al otro extremo de la rosa de los vientos, el mar de Cádiz; pienso en nuestra especie autóctona de Tamarix Gaditana y le traslado sus recuerdos a estos tamarices santanderinos, que también crecen cerca de la orilla, defendiéndose siempre de la sal. De igual modo, sus raíces parecen nutrirse de las aguas subterráneas de la Antigüedad grecolatina, pues no me conducen sino a la I Escuela del Mundo Clásico de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en la península de La Magdalena.
Esta casi isla es la mitología de Santander: un fresco cuento arbolado en el que anidan las metáforas como curiosos y huidizos personajes de ensueño. En la naturaleza de la que nacen los mitos todo es renovación: una metamorfosis continua donde no estamos seguros si esos árboles han sido antes ninfas. Y este lugar es una metáfora en sí mismo, porque fue creado por la inspiración de un poeta. Mientras camino entre el aroma fresco de la lluvia y el rumor del mar al fondo (ese mar que vuelve a empezar una y otra vez con cada nueva ola), siento que el aire puro que envuelve este ambiente se debe a aquella metamorfosis que inspiró el poeta Pedro Salinas y llevó a cabo el ministro Fernando de los Ríos en la II República, permitiendo que la residencia privada de Alfonso XIII desplegara las alas convertida en la Universidad Internacional de Verano de Santander. Así empezaron, en 1933, los cursos universitarios y literarios que se hacen presentes, hoy, en la Escuela del Mundo Clásico a la que asisto.
Tomo asiento en el interior del Paraninfo de La Magdalena; entre las butacas de distintas tonalidades de azul, algunas anaranjadas brotan como tenues flores tras los nubarrones de lluvia. En este mismo lugar, cada día, un tema de reflexión saltará entre el escenario y el patio de butacas mientras repta el micrófono entre los asistentes como una generosa serpiente que nos concede la voz.
Se levanta el telón un lunes dedicado a la tragedia griega, de la mano del dramaturgo, director de escena y poeta Alberto Conejero, y la actriz y directora teatral Fernanda Orazi. Sin duda, este primer día se erigió ya como uno de los puntos culminantes de esta semana tan educativa, entendiéndose este adjetivo con el sentido global del griego παιδεία (paideia), es decir, como cultivo integral de nuestras facultades humanas. Porque el lunes no solamente aprendimos que el teatro nos recuerda nuestra condición de aprendices de estar vivos; que en el tiempo de la representación se dilata siempre una pregunta que nos interpela y contradice y conmina a decidir si nos vamos o nos quedamos en escena (no valen medias tintas en el teatro). No, no solamente nos fuimos a almorzar como espectadores depurados por la catarsis. En palabras del libro Grecia en el aire del helenista Pedro Olalla, la tragedia es «una sorprendente forma de expresión que eclosiona, florece y se extingue como una vida paralela de la democracia». Así, entendí que nos habíamos logrado aproximar al sentido profundo de la tragedia griega como formadora de ciudadanía crítica cuando, en la sesión de la tarde, se produjo una situación que pareció transportarnos al Ágora ateniense. Fue un debate espontáneo sobre las reinterpretaciones y adaptaciones contemporáneas de los textos clásicos, que en el teatro suelen ser interrumpidas a menudo por las protestas del público más purista en aras del Edipo o la Electra originales. Pero el espíritu comprometido y abierto de Alberto Conejero y Fernanda Orazi abrió también el nuestro propio, pues nos ayudaron a comprender el teatro como el supremo arte del vínculo y un arma contra la indiferencia. Cuando colisionan dos legitimidades, cuando la existencia de la otredad es tan legítima como la propia, comienza a entablarse un vínculo que rompe la indiferencia en pos de la comprensión mutua. Si no se comprende al otro, se le pretende abatir, como advirtió Fernanda Orazi; por eso es tan relevante el cultivo del espíritu de la tragedia griega en una sociedad como la nuestra, que solo progresará acogiendo en su seno a la diferencia. Y la diferencia reside, también, en los múltiples acercamientos posibles a los clásicos; en la constante y necesaria reinterpretación de un legado cultural que permanecerá vivo mientras nuestro presente encuentre en él ideales con los que impulsarse. Fuera del ámbito del estudio filológico, la búsqueda del original corre el riesgo de ampliar la falaz brecha entre el pasado y el presente; como observó Alberto Conejero, ninguna tragedia representada es fiel al original desde que no se conserva la música (para suplir esta carencia es por lo que se creó la ópera). Me viene ahora a la memoria el irónico cuento de Edgar Allan Poe Some Words with a Mummy, en el que unos investigadores despiertan a una momia llamada Allamistakeo que ya desde su nombre (all-a-mistake) reprocha al mundo moderno su vana presunción de superioridad con respecto al pasado. «Ah, I perceive; a deplorable condition of ignorance!» exclama la momia ante los ufanos pero errados comentarios de los eruditos que la rodean. Por tanto, ya que lejos del cuento de Poe ninguna momia tiene la gentileza de desvendarse y guiar nuestra interpretación del pasado (y tal vez sea mejor así, para alejarnos de una peligrosa verdad absoluta), quizás cada época debería emprender la indagación conjunta sobre sí misma partiendo de una mirada leal a los «núcleos de sentido» de las obras clásicas, como defendió Alberto Conejero, más que a sus elementos formales y circunstanciales. Después de este fructífero debate, fue emocionante participar en una lectura del comienzo de una de mis tragedias preferidas, Áyax de Sófocles, pronunciando a dúo con un compañero, desde el piso superior del Paraninfo, la profunda reflexión de Odiseo: no obstante su animadversión, lo compadezco, desdichado, por cuanto que es víctima de un trastorno cruel, en el que no veo en absoluto su condición sino la mía propia. Pues compruebo que nosotros cuantos vivimos no somos sino apariencias o sombra vana. Y así se va la tarde de un lunes que nos deja con la solidaria sabiduría de ese arte del vínculo que es el teatro.
El martes amanece dedicado a la poesía de Aurora Luque (poeta, traductora y filóloga clásica) y Javier Velaza (poeta y Catedrático de Filología Latina). Para escapar al acoso de los pretendientes, en un gesto de libertad creadora, Penélope inventa a su Homero y a su Odiseo en el poema Veintisiete mil de Javier Velaza: Homero no existió. Lo inventaste tú misma. […] / Y en la noche tejías, destejiendo, hexámetros / primero de una guerra feroz y sanguinaria, / de un retorno, después, azaroso e incierto. Los versos se transforman en el puente del Tormes, y me llevan desde Santander de vuelta al Congreso de Salamanca, donde concurrieron los poemas de los filólogos clásicos y poetas Jaime Siles, Luis Arturo Guichard, Aurora Luque, Javier Velaza, Juan Antonio González Iglesias y Luis Alberto de Cuenca, en una mesa redonda sobre «poesía antigua, poesía moderna»; qué elocuente esa coma del título, que yuxtapone en lugar de coordinar, que sustituye la esperada «y» por una aclaración: poesía antigua, es decir, poesía moderna. En aquella luminosa velada aprendimos que la poesía es prácticamente una consecuencia de la filología clásica, al entender a los antiguos como un coloquio sobre las reincidentes preguntas de nuestra condición humana.
Vuelvo a Santander, al martes en el Paraninfo de La Magdalena: la poeta Aurora Luque nos invita a comprender la traducción como la más placentera y honda de las lecturas posibles. Su admiración por Safo nos abre las puertas a ese lugar de reunión que ha significado la poeta griega tanto para las escritoras de la Antigüedad como de los siglos XIX y XX, y por supuesto, para la propia Aurora Luque. Dicen –unos– que una danza de misiles, / otros, los tanques rusos, / y otros que los drones de Turquía, / junto a la Negra Mar / es lo más deseable. / Mas yo digo / que es la vida que cada cual adora / y quisiera salvar entre sus brazos. Estos versos de la poeta contemporánea dialogan en una urgente intertextualidad con la poeta antigua: Dicen unos que una tropa de jinetes, otros la infantería / y otros que una escuadra de navíos, sobre la tierra / oscura, es lo más bello; mas yo digo / que es lo que una ama. Frente a un entorno de demencia bélica, el «yo» pacifista femenino se alza defensora del amor, es decir, de la vida.
El miércoles llega con la Historia como maestra. El recorrido por la antigua democracia ateniense que realiza la Catedrática de Historia Antigua Laura Sancho Rocher nos impulsa a la comparación crítica con nuestras democracias actuales. El compromiso activo del ciudadano ateniense en la definición del interés común de la polis queda hoy como un ideal que aspirar a cumplir. Y es que, como observa incansablemente el helenista Pedro Olalla, la democracia no se debe considerar solamente como el único sistema que permite la participación política del ciudadano, sino que es el único sistema que exige dicha implicación para ser posible. El legislador Solón tuvo claro en combatir la ἀπραγμοσύνη (apragmosyne) o desafección por los asuntos públicos como una de las mayores amenazas contra la democracia. En Las suplicantes de Eurípides leemos: «La libertad consiste en esto: ¿quién quiere someter a discusión una deliberación útil para la ciudad?».
El Catedrático de Filología Griega y Presidente de la SEEC Jesús de la Villa, describió el devenir general de las lenguas latina y griega, pero también nos invitó a la amplitud de miras recordando que un auténtico clasicista es quien considera que no solo lo clásico es digno de estudio, acogiendo tradiciones de raíces tan profundas como la africana o la asiática. Porque, en definitiva, la Historia se puede considerar como «el laboratorio de las Humanidades».
El jueves, el director de la Fundación Juan March, doctor en Filosofía y licenciado en Filología Clásica y Derecho, Javier Gomá Lanzón, inaugura la jornada dedicada al pensamiento filosófico. Retomando el hilo del coloquio de la tarde anterior con Jesús de la Villa, nos hizo replantearnos nuestras certezas al señalar el giro copernicano que supone, en la modernidad de los siglos XVIII-XIX, la aparición de un «yo» que ya no se siente parte de un cosmos ordenado. Mientras que en la reflexión filosófica de la Antigüedad el individuo se incluía en una generalidad que se renovaba constantemente con el ciclo de la vida, en la época moderna la tesela se separa del mosaico y se hace consciente de que, como individuo, es corpóreo y mortal. Surge así un malestar ante la consciencia de la propia finitud.
El Catedrático de Bachillerato, educador y filósofo José Antonio Marina nos dio a conocer la sugerente perspectiva de estudio de la Psicohistoria, que atiende al latir de las emociones predominantes en cada momento histórico. Así, con respecto a la época romana, el profesor Marina señaló que encontramos una «gigantesca meditación acerca del poder»; tanto la maestría de uno mismo como el dominio del otro fueron aspectos constituyentes de Roma. En nuestro genoma cultural llevamos los genes de la cultura romana, pero solo si somos conscientes de ellos podremos decidir cuáles expresar: porque esta omnipresente civilización, que tantas preguntas y respuestas nos sigue proporcionando, se asemeja, basándome en las ideas del filósofo Joan-Carles Mèlich, a los libros de una gran biblioteca que hemos heredado, o a la gramática según la cual se ordenan nuestras oraciones.
Llegando al final de la semana, el filólogo clásico y divulgador Emilio del Río nos contagió de sus golpes humorísticos, continuando así la senda romana de Plauto, como observó su interlocutor en el coloquio del jueves, el creador escénico Carlos Tuñón Prieto. Este último nos presentó, el viernes, «Hijos de Grecia»: una obra de la compañía teatral Los números imaginarios, que con sus doce horas de duración, no pretende hacerse con la etiqueta de «teatro experimental», sino recuperar la esencia clásica de las Grandes Dionisíacas de la Antigua Grecia. Así, C. Tuñón Prieto rechazó entender el teatro como una actividad más de consumo y entretenimiento a lo largo del día; muy por el contrario, puso en valor la asistencia a una función teatral como un acontecimiento en sí mismo que no deja indiferente al público. Y es que se persigue la identificación entre los héroes mitológicos y los anónimos héroes cotidianos a los que aquellos realmente representan, cuyos verdaderos enemigos son el tedio y la rutina. De este modo, los espectadores se sentirían hijas e hijos de Grecia, porque Grecia nos habla directamente. De nuevo el teatro se reafirma como el arte del vínculo, con el objetivo de visibilizar, en palabras de C. Tuñón Prieto, «la heroicidad invisible de cada día», esos «sacrificios invisibles que no se televisan». Recuerdo el verso de J. Velaza «qué pequeños los héroes, qué héroes los pequeños».
Así, con el teatro, y sus incertidumbres, sus preguntas y su compromiso, se abrió y concluye la I Escuela del Mundo Clásico de la UIMP. Ahora no puedo sino intentar que de estas palabras que escribo se trasluzca mi profundo agradecimiento hacia su director, el Catedrático de Filología Latina Antonio López Fonseca (https://youtu.be/571rIEWxAPE?si=FfFW_ZQ43HLuvNwT), porque con esta primera edición de la Escuela del Mundo Clásico ha abierto una nueva senda a las Humanidades dentro de las Escuelas organizadas por la UIMP; porque en esta Escuela se han derrumbado los compartimentos estancos en pos de un espíritu integrador y humanista que entiende que el significante de antiguo expresa siempre el significado de presente; porque hemos cultivado la escucha, «el concepto hospitalario por antonomasia», en palabras del propio A. López Fonseca, descubriendo que el anfitrión y el huésped se unen en la misma voz latina hospes. Y es que desde los enfoques del teatro, la poesía, la historia o la filosofía se ha logrado una panorámica del Mundo Clásico que nos amplía los horizontes de nuestros respectivos campos de estudio, haciendo así el saber más solidario. Y, sobre todo, es esa una visión panorámica de la «función cívica y ético-política» del Mundo Clásico, el cual, junto a su acervo de conocimientos, nos ha legado la actitud humanista que los impulsó: una herencia que seguir cultivando para hacer realidad el ideal de una sociedad generosa y feliz. Es significativo, en esta península de las metáforas, que de forma simultánea a la Escuela del Mundo Clásico hubiera tenido lugar la VI Escuela de Inmunología e Inmunoterapia de la UIMP; recuerdo ahora aquella ingeniosa y certera apreciación de Emilio del Río: el Mundo Clásico también es una Escuela de Inmunología. Como afirmó A. López Fonseca en sus esclarecedoras palabras de clausura, «el no saber con certeza nos inmuniza contra la soberbia. El pensamiento crítico nos vacuna contra el fanatismo». Los participantes de ambas Escuelas nos tomamos una fotografía que apareció en El diario montañés de Cantabria junto al titular «Ciencias y Humanidades en la misma orilla del conocimiento»; como escribió John Donne, «No man is an Iland, intire of itselfe».
El camino de palabras trazado en mi cuaderno se detiene aquí. Ahora toca regresar. Empecé a escribir para tratar de revitalizar las ideas que se desvanecían. Aunque solo el lector dirá si he logrado devolver parte de su aroma al instante que huyó, lo cierto es que emprendí la marcha por mi cuaderno con los brazos repletos de ideas esquemáticas, marchitas; y tras haberlas hilvanado en este relato, ahora soy más consciente de que vuelvo rebosante de enseñanzas de Salamanca y de Santander. Los meandros de la ese capital del nombre de ambas ciudades dibujan nuevas sendas; el viaje continúa. Porque he aprendido que una opinión contraria mata a la indiferencia y hace nacer un debate; que un cuaderno de apuntes puede tener vocación de centón; que las preguntas, las dudas y el error no penalizado son siempre la chispa que prende el aprendizaje; que no es posible aprender de otra forma si no es dudando. Como escribe Antonio Gala al final de su obra teatral Séneca o el beneficio de la duda: «Nada hace tan generoso al corazón del hombre. Mientras duda, le da tiempo a juzgarse a sí mismo, o a decidirse a no juzgar. Mientras duda, camina, y se da cuenta de lo poco importante que es llegar. Lo propio del hombre no es la verdad ni la certeza. Lo propio del hombre es dudar sin descanso».
He aprendido que los clásicos solo existen plenamente en el momento en que nos encontramos con ellos; porque solo en la intimidad de ese encuentro es cuando se sacuden su mudez y empiezan a hablarnos. Y he aprendido que hay múltiples maneras de acercamiento a la Antigüedad, igualmente legítimas y meritorias, que nos salvan de los puntos de ceguera de cualquier perspectiva única. Además de la investigación académica, o en diálogo con ella, la creación literaria y artística es capaz de entablar una conversación con el pasado que hace vibrar de forma especial nuestro presente. Por eso, quizás una de las ideas que más me gustaría destacar es que la filología ha sido siempre compañera de la literatura en estas escuelas de indagación de Salamanca y Santander. He sentido la libertad creativa a la que nos impulsa el mundo antiguo, pues como leí en La utilidad de lo inútil del humanista Nuccio Ordine, el latín y el griego tienen «el stimulus artístico incomparable de una lengua enteramente filtrada por una literatura», ayudándonos así a redescubrir el potencial creativo, además de comunicativo, de nuestro lenguaje.
Con un guiño a Virgilio y J. Antonio González Iglesias, me gustaría concluir este relato de bitácora resaltando que, este verano, la poesía y la filología clásica han bailado oscuras en la noche solitaria, y la han tachonado de estrellas al intercambiar, fundir, solidarizar sus adjetivos. Sigamos tocando la música que hace posible el baile, mientras estamos embarcados aquí: en este inacabable viaje de la Historia hacia aquella isla donde el mar susurra ritmos antiguos; aquella isla llamada Ítaca, que no es sino el nombre poético del Mundo Clásico.