Correr el riesgo del encuentro

Escuela del Mundo Clásico

de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo


     Era el albor del otoño de 2022 cuando recibí la propuesta, por parte de Carlos Andradas, Rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, y de Matilde Carlón, Vicerrectora de Relaciones Institucionales y Programación de Actividades, de organizar, con el apoyo de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, una escuela relacionada con la Antigüedad grecolatina para potenciar los estudios de Humanidades en los veranos del Palacio de la Magdalena. Con el beneplácito incondicional de la SEEC y de su presidente, Jesús de la Villa, no dudé un instante en aceptar. La alegría e ilusión que me invadieron pronto se vieron acompañadas de un sordo desasosiego que me empujaba de forma inefable a una implacable sensación de zozobra y, sobre todo, de una enorme responsabilidad por tamaño encargo. ¡La UIMP estaba apostando de forma decidida por las Humanidades en estos tiempos tecnificados en que el conocimiento del Mundo Clásico se considera, casi, un fardo del que hay que liberarse! Desde que verbalicé el “sí”, no dejé de pensar en cómo materializar la idea. Por mi cabeza un caótico desfile de ideas, nombres, imágenes… que agolpaba de manera deslavazada en un cuaderno temeroso de que algo fundamental se me escapara. ¿Por dónde empezar? ¿A quién dirigir el curso? ¿Qué ideas transmitir? ¿Cómo hacerlo? ¿En qué orden? ¿Quiénes serían las personas más indicadas? ¿Qué impulso vertebraría la Escuela y la proyectaría al futuro? ¿Qué debería permanecer en el alma de los asistentes cuando volvieran a sus casas? ¿Cómo transmitir pasión?… Muchos interrogantes. Los días pasaban y debía dar forma y contenido concreto a todo lo que quería ofrecer en el transcurso de una semana, plasmarlo en una propuesta que pudiera ser sometida a aprobación por los órganos rectores de la UIMP. Llegó el momento de optar (¡qué difícil!), de pasar del caos al cosmos…

     El espíritu estuvo claro desde el principio: la “Escuela del Mundo Clásico” (ese sería su nombre) habría de nacer con el propósito de acercar a los asistentes a todas las facetas del conocimiento de la Antigüedad grecorromana, tanto en su propio contexto como en el ámbito de su desarrollo a través de los siglos y de su pervivencia y actualidad. Esto nos permitiría abordar cuestiones relacionadas con la lengua y la literatura, la historia, la filosofía y el pensamiento, el humanismo, la tradición clásica, la mitología, la recepción y transmisión, la ciencia, la política y las instituciones, junto con otras que destaquen su importancia para la educación y la formación de ciudadanos críticos. ¿Y qué hacer en la primera edición? La primera edición del verano de 2023 debería ofrecer una visión panorámica, propedéutica, que sirviera de invitación al conocimiento del Mundo Clásico a partir de la constatación de su modernidad, actualidad y necesidad para nuestra sociedad. ¡Modernidad, actualidad y necesidad! Eso es.

     El reto era mostrar cómo esa “vieja” cultura se actualiza, se revaloriza y dialoga con nuestro presente ayudándonos a comprenderlo, desde el convencimiento de que aquellos primeros modelos ya hicieron, casi, abstracción de todos los componentes de la peripecia humana (me gusta decir que imaginaron todos los mundos posibles), razón por la cual hoy nos ayudan a entendernos. ¡Entendernos hoy! ¿Hay algo más moderno, actual y necesario? Porque lo más llamativo es que, siendo una cultura tan lejana, nos resulta tremendamente familiar, inquietantemente familiar, y ejerce sobre nosotros una atracción difícil de explicar. Estaba, pues, claro que, si la Escuela quería ser una ventana a través de la que todo el público interesado en la cultura se asomase a ese universo conceptual, cultural, institucional tan asombrosamente interesante y necesario para entender nuestro presente, solo sería necesario un auténtico interés por la cultura de Grecia y Roma y su influencia hasta hoy. Rápido quedó patente quién podría habitar el ágora que la Escuela desea potenciar: un amplio espectro de ciudadanos que no necesita de conocimientos especializados, solo de inquietud, capacidad de diálogo, amplitud de miras y valentía ante la posibilidad de asombro. Le pediríamos a los asistentes que corrieran el riesgo del encuentro y de la interrogación, el riesgo de la confrontación con una realidad totalmente diferente.

     En un mundo como el actual, prisionero de la inmediatez, en el que la tecnología va tomando cada vez más espacio y la fascinación por las nuevas tecnologías ha oscurecido la necesidad de la pausa reflexiva, se antoja imprescindible luchar por un humanismo que abogue precisamente por la pausa y esté provisto de la lucidez necesaria para saber mirar al otro. En esa esfera se encuentran las Humanidades, las denostadas Humanidades (no hemos de cejar en la lucha contra la tiranía de la utilidad), que nos aportan no solo conocimiento, sino también capacidad de reflexión crítica. Los saberes propios de las Humanidades, y en concreto los relacionados con el estudio y conocimiento de la lengua y la cultura de Grecia y Roma, se han convertido en un elemento esencial para la interpretación del mundo y pueden resultar, incluso, tremendamente rentables y “útiles” (nadie como nuestro querido y añorado Nuccio Ordine supo explicarlo mejor). Por ello, la realidad del abandono de las Humanidades nos empuja al desvelamiento de la necesidad de su revalorización, porque el ser humano no puede renunciar a su condición histórica, ni a la conciencia de que la existencia humana está construida sobre los logros, espléndidos, de todo un vasto y variado pasado histórico que necesitamos recordar, conocer y poner en valor.

     Hay un momento mágico de la historia de la humanidad en el que se crean las bases de nuestra democracia, de nuestra civilización, de nuestra cultura, de la comunicación, de la creación…; y ese momento es el de la cultura clásica. Su conocimiento nos permite entender nuestro mundo, nuestro presente, y a nosotros mismos, de modo que un viaje hacia el Mundo Clásico no es solo un viaje al pasado, sino también un viaje hacia dentro de nosotros mismos. Y es absolutamente actual, porque los clásicos, en su periplo a través de las venas de la civilización atravesando el espesor de los siglos, nos ayudan a descubrir lo que realmente es relevante y a dejar de lado lo superfluo, ir a la esencia de la vida. En él está el despertar, el origen del pensamiento abstracto, de la exploración analítica de la naturaleza y la sociedad, de los valores personales y sociales, las instituciones, el derecho, la valoración del afán de conocimiento como elemento ínsito al ser humano, y por ello su influencia llega hasta el presente (y lo seguirá haciendo en el futuro) en cualesquiera ámbitos que indaguemos.

     Hoy no es extraño escuchar las impertinentes (en un sentido puramente etimológico) preguntas: “¿Eso para qué sirve? ¿Por qué interesa el Mundo Clásico?”. Esas preguntas habrían resultado totalmente absurdas hace 500 años, pues conocer la obra de los antiguos griegos y romanos era “el conocimiento” por antonomasia, la cultura clásica era la base para comprender el mundo, la sociedad, la política, las artes. Ese es el “problema”. ¿Por qué nos hacemos una pregunta cuya respuesta debería ser tan obvia que la hiciera absolutamente innecesaria? El hombre solo llega a ser lo que es llamado a ser gracias al duro trabajo de la cultura animi, el cultivo de su alma: ideal de sabiduría, instrucción, saber estar, elegancia, urbanidad. Ese es el ideal de Humanidad, de modo que podríamos decir que humanista es toda aquella persona interesada por la cultura que muestra curiosidad y espíritu abierto hacia otras ideas y otros pueblos. Dicho en otras palabras: es el cultivo del espíritu como valor humano por excelencia en un proceso de formación orientado a la proyección del individuo hacia la dimensión de un universal humano. En ese sentido el conocimiento del Mundo Clásico cumple la decisiva función cívica y ético-política de formar la humanitas, síntesis de las facultades morales e intelectuales del ser humano. ¿Por qué impedir que asistamos hoy a un “nuevo Renacimiento” en el que se rompan los vallados disciplinarios entre humanistas y científicos? Porque claro que hay unas “Ciencias Humanas” que, simplemente, formulan preguntas diferentes a las “Ciencias Naturales”, centradas en un modelo de verdad basado en la certeza. Frente a ese modelo, las preguntas por las “cosas humanas” deben ser abiertas, es decir, intrínsecamente sujetas a reformulación y provisionalidad, conforme a la naturaleza misma de su objeto. Ese objeto, en cuanto producto humano, es esencialmente “realidad inconclusa”, “imperfecta” (“no terminada”), y tiene siempre un “sentido” para nosotros. El ideal científico de las Humanidades no es el de la “certeza”, sino el de la “comprensión”. Por eso la nefanda pregunta sobre la “utilidad” de los estudios de Humanidades no es válida, simplemente porque está mal planteada.

     En nuestra aproximación al Mundo Clásico, partimos de la idea de que no hay una única e inmutable Antigüedad, sino una multiplicidad de mundos, un caleidoscopio de posibles ejemplos e influencias, lo que permite una interpretación desde ópticas diferentes del legado de la Antigüedad. Podemos estudiar el pasado como un fin en sí mismo (y tiene su importancia), pero también como medio para comprender importantes aspectos del presente (que es lo que hicimos en esta primera edición). Y es que el pasado no es un suelo estable a través del cual avanzamos hacia el futuro; el pasado lo estamos haciendo a cada momento, porque siempre es posible mirar hacia atrás de una manera nueva, es imprevisible y está ante nosotros tan abierto como el futuro. Lo dijo Borges: “El pasado es arcilla que el presente moldea a su antojo”. Lo realmente importante no es lo que aquella época sabía de sí misma, sino lo que aún no podía saber sobre sí misma y el tiempo ha revelado.

     Con este convencimiento comenzamos la semana con la ilusión de compartir esos días al amparo de un intercambio fructífero y enriquecedor entre todos los participantes: los ponentes y los asistentes, porque todos formamos el ágora. Cada mañana, de lunes a viernes, se impartieron dos conferencias que fueron seguidas de riquísimos debates. No queríamos que fuesen solo meras lecciones magistrales en las que los asistentes fuesen meros receptores pasivos, sino que buscábamos el diálogo, la controversia y el enriquecimiento mutuo a través del intercambio de ideas. Las tardes de lunes a jueves estuvieron ocupadas por actividades en las que los asistentes cobraron un mayor protagonismo. No queríamos una conversación entre dos ponentes alentada por un moderador, sino un auténtico debate a propósito del tema propuesto. Ágora, plaza pública. Digámoslo de forma resumida: vivimos un obrador del tiempo compartido; coincidimos en Santander para disfrutar juntos del banquete del conocimiento, para compartir viandas, para que todos aprendiéramos a entendernos a nosotros mismos gracias a los clásicos.

     El banquete se organizó en cinco sesiones temáticas no encerradas en compartimentos estancos, sino todas relacionadas entre sí en torno al objetivo común. El lunes se dedicó al teatro como interlocutor entre pasado y presente, con las intervenciones de Alberto Conejero y Fernanda Orazi, que en el taller de la tarde trabajaron con los asistentes a partir del Ayax de Sófocles; el martes hablamos del Mundo Clásico en los poetas contemporáneos, con Javier Velaza y Aurora Luque, que por la tarde leyeron y comentaron sus propios poemas; el miércoles aprendimos de la Historia como maestra, con Laura Sancho y Jesús de la Villa, mientras que por la tarde debatimos sobre las lecciones del pasado con Javier Gomá y el propio Jesús de la Villa; el jueves nos centramos en el pensamiento y la filosofía clásica para el presente, con las voces de Javier Gomá y José Antonio Marina, y por la tarde debatimos sobre la necesidad del Mundo Clásico con Carlos Tuñón y Emilio del Río, que también fueron los encargados de cerrar la escuela el viernes por la mañana hablando de la actualidad del Mundo Clásico. Hay que destacar que los cerca de ochenta asistentes, de muy diversas procedencias, estudios, profesiones, edades… compartían justo lo que buscábamos: interés por la cultura en general y por la clásica en particular, amor por el conocimiento y, sobre todo, pasión desbordante. Ello posibilitó que disfrutáramos de una semana apasionante, inolvidable y tremendamente enriquecedora, que nos permitió, seguro, llegar a conclusiones personales. Las mías quiero dejarlas aquí reflejadas.

     En mi opinión, quienes nos dedicamos a la Antigüedad somos ante todo agentes del tiempo que subrayamos, tachamos y servimos de medio de diálogo entre la actualidad y aquel pasado, esto es, somos mediadores, “interlocutores entre dos tiempos”. La cultura clásica es eterna porque eternos son los problemas que plantea y por ello pueden revivirse en cada época; cada presente interpreta de una manera su relación con ese pasado vívido que nunca cae en el anacronismo porque es intemporal, está más allá del tiempo en una suerte de “ucronía”, lo trasciende.

     Las Humanidades son recursos fundamentales que brindan a los ciudadanos las herramientas para entender la complejidad de la sociedad que nos rodea. Desarrollan la capacidad crítica; ayudan a entender nuestro contexto histórico y a tener perspectiva hacia el pasado y hacia el futuro; sirven para aprender a respetar las culturas y los contextos sociales e históricos de los otros (¡qué importante es el respeto a la otredad!); ayudan a fomentar la escucha y la reflexión. Es el estudio de lo que nos hace humanos, de forma que lo opuesto a las Humanidades es la ignorancia. Es más, voy a decir algo que quizá pueda sorprender: las Humanidades nos enseñan a dudar. Sí, a dudar, porque la duda nos emancipa de la obligación de tener razón e impide que una idea se adueñe de nuestra mente y nos embargue la peligrosa sensación de superioridad moral que ofusca nuestro juicio, anula la autocrítica y brinda la justificación para cometer los más terribles desmanes y abusos. El no saber con certeza inmuniza contra la arrogancia y el ensimismamiento. Es más importante dudar que creer, porque el pensamiento crítico nos vacuna contra el fanatismo.

     En los últimos tiempos no han dejado de aparecer publicaciones en las que se pronostica el final de las Humanidades, situación que tiene que ver por un lado con la economía mundial, que no tolera la improductividad ni lo “accesorio”, y por otro con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, que guían el desarrollo de las sociedades. A medida que la retórica economicista y mercantil ha ido impregnando el lenguaje pedagógico y dominando los debates educativos (en los centros educativos ahora se habla de rendimiento, competencias, productividad, eficacia, innovación, excelencia, fracaso…), más nos cuesta admitir el valor de interrogarse a uno mismo y a los otros. Y sin embargo ningún aprendizaje resulta más útil y rentable para abrirse camino en la vida y afrontar con éxito la toma de decisiones que poner en tela de juicio los principios en que nos han educado. Para eso sirven las Humanidades.

     La cultura y el sentido crítico es el arma de los ciudadanos para intentar hacer frente a los abusos de quienes ejercen el poder. Así, un país que no salvaguarda las Humanidades está negando a sus jóvenes no solo el presente, sino también el futuro. Estimular el pensamiento crítico siempre termina incomodando, por eso las disciplinas que alientan esa tarea han sido las cenicientas en la escuela secundaria, a pesar de ser (tal vez precisamente por ello) un antídoto contra el gregarismo. No van a dejar de preguntárnoslo. ¿Para qué enseñar las lenguas clásicas en un mundo en el que ya no se hablan y, sobre todo, no ayudan a encontrar trabajo? ¿Por qué habría de gastar un padre su dinero y el tiempo de sus hijos para hacerles aprender las lenguas de griegos y romanos, cuando quiere que su hijo se dedique al comercio o a una profesión en la que no se hace ningún uso del griego ni del latín? Dejemos que conteste una reconocida personalidad, Antonio Gramsci, que, en 1932, en sus Cuadernos de la cárcel, dijo: “En la vieja escuela el estudio gramatical de las lenguas latina y griega […] era un principio educativo en la medida en que el ideal humanista, que se encarnaba en Atenas y Roma, estaba difundido en toda la sociedad, era un elemento esencial de la vida y la cultura nacional. […] Las nociones aisladas no eran asimiladas para un fin inmediato práctico-profesional: el aprendizaje parecía desinteresado, porque el interés era el desarrollo interior de la personalidad. […] No se aprendía el latín y el griego para hablarlos, para trabajar como camareros, como intérpretes, como agentes comerciales. Se aprendía para conocer directamente la civilización de ambos pueblos, presupuesto necesario de la civilización moderna, o sea, para ser uno mismo y conocerse a uno mismo conscientemente”.

     Sin duda, las Humanidades nos ayudan a resistir, a mantener viva la esperanza, a entrever el rayo de luz que nos permitirá recorrer un camino decoroso. Precisamente el hecho de ser inmunes a toda aspiración al beneficio podría constituir, por sí mismo, una forma de resistencia a los egoísmos del presente, un antídoto contra la barbarie de lo útil. Porque la educación humanista consiste ante todo en fomentar e ilustrar el uso de la razón, esa capacidad que observa, abstrae, deduce, argumenta y concluye lógicamente. Más aún, es el mejor medio de formar ciudadanos críticos. Giuseppe Verdi, en una célebre carta enviada a Francesco Florimo el 5 de enero de 1871, dijo: “Torniamo all’antico, sarà un progesso”. Lo auténticamente moderno y revolucionario es mirar hacia la Antigüedad clásica, donde encontramos un modo simbólico de significar. ¿Por qué seguimos mirando al Mundo Clásico? Tal vez porque no se puede mirar hacia otro sitio.

 


Share