Nuestra metamorfosis
“Aquí todos los seres son dioses”. Así se expresó, maravillado, el escritor Hugo von Hofmannsthal (1874-1929) cuando, viajando desde sus tierras interiores de Austria, contempló finalmente el resplandor del mar Egeo. “Los dioses y diosas homéricos aparecen una y otra vez entre el aire ligero; nada resulta más natural una vez somos conocedores de esta luz”.
Había llegado a Grecia acompañado de todo un mundo espiritual cultivado por años de fervorosa lectura y estudio de los Clásicos. Por eso, en cuanto Helio lo bañó con sus rayos, en cuanto caminó por las laderas donde las Musas habían inspirado a tantos poetas, comprendió que todos aquellos seres de la mitología y la historia surgían en Grecia de forma natural y espontánea, tal y como crecen las hierbas en el monte. “Ese pino, cual columna de Fidias, es una diosa. Esas flores primaverales que esparcen su olor y su brillo pradera abajo se erigen como pequeños dioses”.
Y es que el Mundo Antiguo nos recuerda su continuo asombro hacia la naturaleza, que hizo nacer y crecer junto a ella historias donde los más humildes seres se revisten de un aura divina. Así, la admiración por lo que hace posible la vida convirtió al mar en Poseidón; al Sol, en Apolo, y en Artemisa a la Luna; en Zeus, al cielo y las tormentas; al alimento de nuestra madre tierra, en Deméter. El dios de las fraguas y el metal ha nacido gracias a los volcanes, y por ello, en griego moderno se les siguen llamando Hefesto; de igual modo, la ninfa Dafne ha cedido su nombre a todos los laureles.
¿Qué son los dioses, qué es la mitología, sino el testimonio del profundo agradecimiento de los antiguos hacia nuestra madre naturaleza? En este mundo moderno, que indolente avanza despreciando lo que lo sustenta, ahora más que nunca deberíamos recordar uno de los mayores legados de la Antigüedad: el asombro ante la vida, el respeto que convirtió a cada ser vivo en el protagonista de un relato. Como afirmaría el escritor Robert Musil, en nuestra época “hemos conquistado la realidad y perdido el sueño”; pero los antiguos, soñando la realidad a través de sus historias, nunca pretendieron conquistarla -desmitificarla- sino que la reinventaron constantemente. Por eso, gracias a los mitos, la naturaleza fue inventada de nuevo: esos bosques, frutos, vientos y estaciones que sustentaban la vida orgánica se transformaron en símbolos y pasaron, así, a sustentar también la vida espiritual del ser humano; no en vano, para llegar a nuestra palabra cultura, el cultivo ha debido trasladarse desde su significado físico más inmediato hasta una metáfora del cuidado del pensamiento y la sensibilidad.
Por eso, si nuestro mundo moderno, cual noctámbulo sin sueños -imposible no observar, junto con Mafalda, que acaso la vida moderna tenga más de moderna que de vida-, si el errado deambular de nuestro mundo cierne el peligro de extinción sobre la naturaleza, no está siendo amenazada solamente nuestra existencia biológica; también, la amenaza recae sobre la existencia de nuestra cultura.
Porque si vemos a una araña tejiendo su tela, no estamos contemplando solo la labor de un insecto, sino también la de Aracne, aquella tejedora que superó en su arte a la mismísima Atenea. Y es que la poesía de los mitos le concede a cada ser un sentido, una posibilidad más de existencia. Así, el ciprés no se limita a ser solo un árbol; tiene la oportunidad de convertirse también en el joven Cipariso, que llora eternamente al ciervo al que involuntariamente dio muerte. El jacinto y la anémona no solo son flores; su color rojo sangre guarda la memoria de Jacinto y Adonis, igual que recuerda a Narciso la flor que crece junto al agua para seguir contemplando su reflejo. Si a nuestro lado pasa un pavo real, en su cola apreciaremos los cien ojos del gigante Argos; y si levantamos la vista al cielo, quizá convirtamos a algunas estrellas en los gemelos Cástor y Pólux. Incluso si paseamos por la orilla del mar y escuchamos el murmullo de los guijarros mecidos por las olas, recordaremos cómo de ellos emergió todo el pueblo griego tras el diluvio, gracias a las piedras que fueron lanzando a sus espaldas los supervivientes Deucalión y Pirra.
En el Mundo Antiguo, la naturaleza rompe su crisálida para desplegar las alas convertida en nuestra cultura. Por eso, mientras exista el río de Troya, existirá Homero; Hesíodo, mientras haya vendimia y siega, y junto al Sol y la Luna, vivirá siempre el astrónomo Arato. Así lo asegura Ovidio en sus Amores (I.15), creando un vínculo irrompible entre la naturaleza y los poetas que imaginaron todo un universo a partir de ella. Una vez más, naturaleza y cultura se funden, olvidando sus límites; porque gracias a la cultura, la naturaleza adquiere profundidad histórica. Los átomos de cada poeta han pasado a formar parte de la brisa, de los racimos de uvas o del brillo de los astros. Esta metamorfosis es la responsable de que las aguas de un río como el Escamandro sean un auténtico monumento cultural y espiritual que atraviesa los siglos.
Y es que, al igual que la naturaleza siempre ha sustentado la existencia de nuestra especie a lo largo de la Historia, también el Mundo Antiguo nos ha acompañado todo este tiempo. Si fuera posible entablar una conversación entre personas de diferentes épocas, nos aferraríamos al Sol, a las estrellas, al viento, a los pájaros: a esa naturaleza que todos los seres humanos hemos compartido y nos hemos legado de generación en generación (cada vez, desgraciadamente, más perjudicada). Y también nos entenderíamos si hablásemos del mundo clásico, que en nuestra sociedad occidental, ha permanecido junto a la naturaleza y al ser humano en esta larga marcha de los siglos. Los mitos, las obras de Sófocles, Platón, Heródoto, Safo, Virgilio, Lucrecio, Ovidio y tantos otros, nos hacen partícipes de la Historia. Nos involucran en el continuum del tiempo. Frente a la pasajera actualidad o a las modas efímeras que nos desapegan del pasado, los Clásicos nos recuerdan aquello que nos une a los seres humanos de hoy con los seres humanos de todas las épocas, exactamente de la misma forma que nos lo recuerda la naturaleza.
Por ello, el Mundo Antiguo también nos vincula, de manera muy especial, con esos seres que han nacido del intelecto de nuestra especie, cual insospechadas diosas Ateneas, para poblar el exuberante microcosmos de las obras literarias. Cuando leemos y nos asomamos a las aguas de la lectura para buscar, como incontenibles Narcisos, los imprecisos y cambiantes contornos de nuestra existencia, sonreímos al reconocer, en este estanque de la literatura, el reflejo del Mundo Antiguo. También los propios personajes literarios son lectores apasionados de los Clásicos. En El barón rampante de Italo Calvino, Cosimo disfruta de las Vidas paralelas de Plutarco desde lo alto de los árboles; la misma obra salta a otro libro, a otra historia, porque a escondidas en un cobertizo destartalado, la infeliz criatura del doctor Frankenstein también lee a Plutarco, para conocer el pasado de esa injusta especie humana que ha encadenado por sí misma a su nuevo Prometeo. En el vaivén del tiempo y de Las olas de Virginia Woolf, el joven estudiante Neville se tumba en el césped para dejar volar su callada pasión leyendo los poemas de Catulo. Por otro lado, los más luminosos destellos y retales del pensamiento clásico se entretejen en la gran asamblea de voces de los Ensayos de Michel de Montaigne. Porque el género literario del ensayo es hijo directo del espíritu humanista de la Antigüedad. ¿Qué nos enseñan los Clásicos, sino a esbozar, a hilvanar, a ensayar una y otra vez la vida que queremos, para llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos?
El Mundo Antiguo, disperso como una gran constelación, vive muy especialmente en nuestra literatura occidental. En los libros, se cumple la metamorfosis en árbol de toda la especie humana junto a la ninfa Dafne. Mollia cinguntur tenui praecordia libro. El suave pecho de Dafne se transforma en corteza de árbol, llamada en latín liber, libri: el nombre de los libros, de ese árbol a su vez metamorfoseado y poblado de ideas humanas. Porque nuestro pensamiento enraíza en las páginas ligeras que antes fueron un recio tronco, y desde ahí aspiramos al cielo para convertirnos en nido de los más diversos pajarillos.
In frondem crines, in ramos bracchia crescunt,
pes modo tam velox pigris radicibus
aeret,ora cacumen habet…
Ovidio, Metamorfosis, I. 549-551.
Sus cabellos crecen como hojas, sus brazos como ramas;
su pie, hace poco tan veloz, se queda fijo con lentas raíces,
el lugar de su rostro lo tiene la copa…
Traducción de C. Álvarez y R. Mª Iglesias
De este modo, la naturaleza, la especie humana, la cultura y el Mundo Antiguo han recorrido todas las épocas entrelazados en los libros -que desde su nombre, guardan la memoria de nuestro vínculo con los árboles- hasta llegar a nuestro tiempo. Nuestro singular tiempo presente, que parece haber despojado a cada árbol de la dríade que lo habitaba, legitimando con ello su destrucción. Ahora los seres vivos dejan de ser dioses, catalogados en frías taxonomías, y “la normalidad” destierra todo asombro por lo que crece a nuestro alrededor. No deja de asombrarme la dolorosa actualidad que palpita en los siguientes versos del gran poeta latino Lucrecio:
“El azul puro radiante del cielo y lo que en sí encierra, los astros errantes de un lado a otro, la luna, el fulgor del sol y su luz esplendorosa; si todo esto de repente se ofreciera por primera vez a la vista de los desprevenidos mortales ¿qué mayor maravilla podría citarse, qué cosa podría menos prever la osada imaginación de las gentes? Ninguna, creo yo: tan asombroso sería el espectáculo. En cambio, mira ahora cómo nadie, por la saciedad y cansancio de verlo, se digna levantar los ojos hacia la lúcida bóveda del cielo”.
De rerum natura, II. 1030-1039. Traducción de E. Valentí Fiol.
En nombre de la normalidad, olvidamos maravillarnos de esta fortuita combinación de átomos que hace posible nuestra existencia. De modo que, si la indiferencia pretende erigirse en la norma, ahora necesitamos volver a la sensibilidad de los Antiguos, a la sabiduría de los mitos, para recordar que al hablar de la naturaleza hablamos siempre de nuestra cultura, de la historia colectiva del ser humano.
Por todo ello, entiendo la defensa de la naturaleza y de las Humanidades como un único empeño. Ya nos lo dice la etimología, la verdad de las palabras: el cultivo de la cultura parte del humus, de la tierra, donde nacen y echan raíces las Humanidades. Raíces orgánicas y raíces culturales. Árboles que regalan sombra, refugio, sosiego, frutos, y que tras su metamorfosis en libros nos regalan pensamiento. Bosques que oxigenan la atmósfera, bosques que oxigenan la sensibilidad y la conciencia. Ambos en peligro de extinción. El mundo exterior y el mundo interior del ser humano a punto de quebrarse.
Pero no olvidemos que justamente aquí, en Cádiz, creció el Jardín de las Hespérides en el tiempo de los mitos -lo que no ha existido nunca vive eternamente, decía el gran Francisco Umbral-: un huerto de manzanos crece en Cádiz y vive en nuestro espíritu. Somos una tierra de cultivadoras de árboles. Ahora hemos sembrado una nueva especie de tamariz. ¿Cómo vamos a permitir que la naturaleza y las Humanidades detengan su, nuestra, metamorfosis?