Un mar chispeante
bajo el sol
Quisiera que este comienzo soplase como la brisa que trae ecos de una conversación: un diálogo en el que las palabras se vuelven el centro de la reflexión. Un diálogo donde un hablante le pide al otro que juzgue dos enunciados: «estás caminando» y «estás volando». El interlocutor responde que ambos lo interpelan a él mismo, como sujeto de ambos verbos, y por tanto son enunciados idénticos. Pero tras pensarlo más detenidamente, se percata de que es cierto que él está caminando en ese mismo instante, mientras conversan, pero no que esté volando, por lo que el segundo enunciado resulta ser falso. «Entonces dice lo que no es, pero como si lo fuera», observa el segundo hablante. «Uno y otro enunciado dicen cosas diferentes como si fueran lo mismo. Pero uno es verdadero y el otro es falso; de ellos, el verdadero dice, acerca de ti, cómo son las cosas».
En el siglo XX llegaría quien al leer estas palabras de Platón en El Sofista (recreadas aquí libremente) haría de ellas una máxima que en adelante regiría su propia actitud científica. Así, «τὰ ὄντα ὡς ἔστιν λέγειν», «decir las cosas como son», se convirtió en el principio epistemológico básico del gran lingüista Eugenio Coseriu, quien desarrollara su pensamiento, fundamentalmente, entre su Rumanía natal, Italia, Uruguay y Alemania. Un principio idealista referido muy especialmente al «deber ser» de la ciencia, la cual ha de partir siempre de la comprensión de su objeto de estudio, de modo que sea posible describirlo «tal y como es», con arreglo a su verdad. Así, no porque «el lenguaje» sea igualmente el «sujeto de dos predicados», es decir, de dos metodologías científicas, debemos concluir por ello mismo que ambas son idénticas o igualmente legítimas. Quizás teniendo presente este pasaje de El Sofista fue como Eugenio Coseriu llegó a ser tan consciente de que «quien no distingue, confunde». Él mismo se esforzó en distinguir claramente, frente a las «ciencias naturales», las «ciencias humanas», que a diferencia de aquellas engloban las actividades libres del ser humano que dependen, no de leyes físicas de causas y efectos, sino de finalidades e intenciones, porque así es la cultura como creación propia del espíritu humano. Por tanto, es de esperar que un objeto de estudio cultural, si sometido a una metodología propia de las ciencias naturales, quede completamente desvirtuado de su esencia, y por ello, aunque se puedan «formular enunciados» verosímiles, en el fondo no se están diciendo las cosas como son. De modo similar, un objeto natural se transformaría si observado desde una perspectiva cultural; así es la mitología: la naturaleza interpretada como cultura, según una brillante definición de Coseriu. Los relatos míticos transforman los objetos naturales en culturales, haciendo que la naturaleza, interpretada mitológicamente, se desancle en cierta medida de su hábitat físico para formar parte también de toda una tradición humana.
Por lo dicho, la respuesta a la pregunta de si la ciencia lingüística es natural o humana condicionaría por completo nuestro conocimiento del lenguaje y las lenguas. Y es por ello que Coseriu emprendió, en primer lugar, un camino hacia la comprensión de la esencia definitoria del lenguaje.
El lenguaje como actividad creadora de significados
«¿Qué es el lenguaje?» Eugenio Coseriu ya se había planteado, mucho antes, una pregunta muy similar: «¿Qué es el arte?» Y digo «similar», porque sospecho que la sólida formación en filosofía de la estética en la que se había empapado Coseriu antes de dedicarse por completo a la lingüística, haya podido influir en su concepción del lenguaje. La mayoría de sus trabajos sobre Estética permanecen inéditos en el Archivo Coseriu de la Universidad de Tübingen (dirigido por el lingüista Johannes Kabatek), pero a partir de algún que otro manuscrito digitalizado al que he podido acceder, he comprobado algo de lo más interesante: al referirse, en un escrito sobre «Ars y Techné», a «la doctrina tradicional del arte como imitación de la naturaleza», especifica que esto puede interpretarse «en su forma no trivial» (y entre otros, menciona que así lo entiende Aristóteles), pues «no se trata de imitar la natura naturata, la naturaleza en cuanto ergon, en cuanto conjunto de cosas, sino la natura naturans, el proceso mediante el cual las cosas de la naturaleza se hacen, la naturaleza en cuanto enérgeia, en cuanto poder creador». Si nos vamos ahora al escrito El hombre y su lenguaje, encontraremos lo siguiente: «Entender el lenguaje como enérgeia significa, en consecuencia, considerarlo como actividad creadora en todas sus formas. Enérgeia es tanto el lenguaje en general como el lenguaje en cuanto habla. Todo acto de hablar es, en alguna medida, un acto creador». Y en el trabajo La creación metafórica en el lenguaje, leemos:
«En la consideración del lenguaje como actividad creadora, se articula la justificación más honda de la lingüística como la más importante entre las ciencias de la cultura. En efecto, como conocimiento creador, el lenguaje tiene todas las características de aquellas actividades creadoras del espíritu cuyos resultados no son materiales o en que lo material es lo menos importante […] y que se llaman conjuntamente cultura: es una forma de cultura, quizás la más universal de todas, y, de todos modos, la primera que distingue inmediata y netamente al hombre de los demás seres de la naturaleza».
Así es como arte, lenguaje y ciencias humanas o de la cultura quedan vinculadas, en Coseriu, gracias a un concepto original de Aristóteles: el concepto de Enérgeia, de actividad creadora, que puede tratarse del arte, pero también del lenguaje, como actividad creadora, concretamente, de significados. Nuestro lingüista menciona recurrentemente a Humboldt para resaltar que «el lenguaje no es ergon, sino energeia»; como el arte, el lenguaje tampoco es un producto acabado, sino que se recrea en cada acto de hablar. Cualquier enunciado es decir algo nuevo, porque las situaciones en las que se habla son siempre, en mayor o menor grado, distintas, nuevas; ya el humanista Juan Luis Vives, a cuya teoría del lenguaje dedica Coseriu varios estudios, dejó escrito que «verba finita sunt, res infinita». El lenguaje no deja de crear significaciones y sentidos; por eso, Coseriu define el sistema lingüístico como «sistema abierto de posibilidades», que incluye no sólo lo que ya se ha dicho en una determinada lengua, sino todo lo que es posible decir en ella. Por tanto, en contra de lo que pueda parecer, si abrimos una gramática no nos cortarán el paso molestas reglas de una lengua estancada, tampoco en el caso de las lenguas clásicas; todo lo contrario, son esas reglas las que hacen posible, justamente, los infinitos medios de expresión de esa lengua, nuestros medios de expresión. Porque, como recuerda tan claramente Coseriu, «aprender una lengua es aprender a crear en esa lengua».
Así, se entiende que la creación está presente en todas las clases de lenguaje (como característica intrínseca del mismo), sin limitarse a lo que podría pensarse en un primer momento: al lenguaje poético. Sin embargo, es muy interesante destacar que Coseriu consideraba la poesía como el lenguaje en su plena funcionalidad: «en la literatura alcanzan pleno desarrollo muchas posibilidades que en las demás modalidades de uso lingüístico quedan desaprovechadas». Además, Coseriu le da una vuelta radical a la noción de que la poesía sea una «desautomatización»: más bien, el foco de atención debe estar puesto en que es el lenguaje habitual el que suele ser una «automatización» con respecto a la plena expresividad del lenguaje poético, es decir, del lenguaje creador. Y dado el profundo conocimiento del mundo clásico que comprobamos sin cesar en Coseriu, conviene tener presente aquí la etimología de «poesía», procedente del verbo griego «ποιέω», que nos remite al acto de creación; en este sentido, la esencia del lenguaje es poética, en tanto que actividad creadora (enérgeia).
Y crear es hablar, escribir; pero no menos lo es comprender, interpretar. Coseriu también señaló la necesidad de una Lingüística del Texto que fuese una Lingüística del Sentido, y por tanto, una hermenéutica que transcienda la lingüística, ya que en un texto confluyen, además del saber idiomático, muchos otros códigos, como los culturales, conformando todo ello un gran «signo textual» del que el «signo lingüístico» sólo es el «significante» que contribuye a llevarnos al contenido del texto, al «sentido», global y poliédrico, no deducible únicamente por las palabras escritas. De hecho, también me parece muy interesante la siguiente afirmación de Coseriu en su Lingüística del Texto (Textlinguistik) editada por el lingüista Óscar Loureda: «[La lingüística del texto] en modo alguno es sólo lingüística, sino, sobre todo, filología, en un sentido que en la actualidad ha caído un tanto en desuso. En el pasado se entendía por filología el arte de interpretar textos, no sólo sobre la base del conocimiento de la lengua en la que están escritos, sino también sobre la base de la familiaridad, adquirida por el estudio, con la cultura material y espiritual en el seno de la cual han surgido esos textos.» ¿Podríamos llegar, a partir de estos planteamientos de Coseriu, a un punto de unión entre lingüística y filología – tal vez la nueva filología a la que se refirió en alguna ocasión Óscar Loureda– para la interpretación del sentido de los textos?
En fin, es evidente que el pensamiento de Eugenio Coseriu es igual que su concepción del lenguaje (lo cual supone una prueba más de su coherencia interna): el suyo es un sistema de pensar abierto; un sistema de posibilidades de reinterpretación, de expansión y desarrollo; un pensamiento proyectado hacia el futuro, porque no se acaba en lo expuesto, sino que nos anima a sumergirnos en sus ideas y seguir tirando del hilo. Como dijera el lingüista Johannes Kabatek, sus obras nos impulsan a adquirir una «competencia coseriana» para continuar «creando» a partir de ella. En efecto, muchos lingüistas discípulos suyos han venido desarrollando ideas que el maestro dejó esbozadas y pendientes de elaboración. Justamente, aquí en la Universidad de Cádiz, el profesor Miguel Casas (a quien vuelvo a agradecer que me esté ayudando a descubrir a Coseriu, así como la influencia de la filología clásica en la lingüística), desarrolló especialmente y en amplitud las ideas coserianas correspondientes a los niveles del significar y a la terminología y variación especializada.
En este punto, para no dejar de vincular la filología clásica con la lingüística y con el pensamiento de Coseriu como enérgeia abierta a la expansión y a la reinterpretación,quisiera recordar una apreciación muy sugerente del latinista José María Maestre en su conferencia «De Nebrija a Alarcos, pasando por El Brocense» (pronunciada con motivo del centenario del nacimiento del lingüista Emilio Alarcos). En un momento dado, el profesor Maestre señaló la pertinencia de replantearnos el esquema tripartito de Coseriu «sistema, norma y habla» a la hora de comprender la creación literaria neolatina de los autores del Renacimiento: y es que ni ellos ni nosotros hemos podido conocer el sistema, la norma ni el habla de los hablantes de la Antigüedad. No podemos acceder a aquella lejana comunidad lingüística, más que a través de una ínfima parte del total de sus actos de habla, es decir, de los fragmentarios testimonios escritos que nos ha conservado la Historia. Por tanto, sólo a partir de esos escasos hechos de habla de la Antigüedad es de donde se llega a deducir un nuevo sistema y sus normas, para finalmente lograr producir nuevos hechos de habla: los correspondientes a la creación literaria neolatina.
Todo ello me hace traer a colación un principio epistemológico fundamental en Coseriu: el llamado por él «principio del saber originario».
Se trata de que las ciencias de la cultura deben atender, antes que nada, puesto que estudian actividades creadas por el ser humano, a las intuiciones de los propios seres humanos sobre su hacer; en el caso de la lingüística, atender al conocimiento que ya tenemos los hablantes sobre el lenguaje por el mero hecho de ser hablantes. Por ello, creo recordar que Coseriu dijo más de una vez que el lingüista se puede equivocar como lingüista, no como hablante.
Este es un principio fundamental en Coseriu y que podría, y debería, parecer obvio, pero su descuido es más que frecuente. Por ejemplo, se olvida la importancia de las intuiciones de los hablantes si la lingüística, en aras de un pretendido progreso científico, deja de vincularse a su tradición, considerando que los problemas sobre el lenguaje planteados en la Antigüedad ya no son válidos, de la misma forma que los avances en las ciencias naturales desbancan las soluciones descubiertas anteriormente. Sin embargo, si siempre hemos sido hablantes, nuestro «saber originario» no ha cambiado, siempre ha sido el mismo; y de esta forma, lo que sabía Aristóteles sobre su actividad de hablar le sigue siendo necesario a la lingüística de hoy para comprender el lenguaje en su totalidad.
Pero he recordado este principio epistemológico coseriano porque, al hilo de la aguda observación del profesor Maestre, y teniendo en cuenta la centralidad del hablante en la teoría lingüística de Coseriu, me pregunto si la necesidad de reinterpretar el esquema de «sistema, norma y habla» para aplicarlo a la creación neolatina renacentista se podría deber, además, a que sólo conservamos muy parcialmente las intuiciones lingüísticas de los hablantes de la Antigüedad: un «saber originario» fragmentario, por tanto.
A pesar de ello, quisiera plantear que los testimonios del «saber originario» de la Antigüedad, aunque muy incompletos, quizás podrían revelarse fundamentales para otorgar su justo valor, entre otros, a las etimologías populares antiguas: al sentimiento que, en un determinado momento de la evolución lingüística, los hablantes tuvieron sobre su propia lengua. Así, si a los antiguos griegos el brillo del mar (hals) bajo el Sol (Helios) les hacía llamar al Sol también Halios (según encontramos en fuentes como Etymologicum Magnum, Aristóteles o Plutarco), porque cuando el vapor del mar se elevaba hacia el sol entendían poéticamente que «el sol se alimentaba del mar», nos podemos preguntar, con Coseriu, lo siguiente:
«¿Son estas asociaciones arbitrarias, estas etimologías populares, simples ‘errores’ dentro de la pretendida ‘evolución normal’ de la lengua, simples ‘fenómenos patológicos’ que el lingüista debe limitarse a indicar como tales, restableciendo en cada caso ‘la realidad histórica’? ¿Puede la lingüística limitarse a hacer la historia exterior y formal de las palabras, ignorando el sentimiento lingüístico, la conciencia semántica de los hablantes, las caprichosas y multiformes relaciones que se establecen entre los símbolos en los actos concretos del hablar? Podría hacerlo sólo si el lenguaje fuera un fenómeno de la naturaleza, independiente de los seres humanos que lo crean y lo re-crean continuamente».
Estoy seriamente tentada a copiar aquí la página entera de La creación metafórica en el lenguaje, porque me parece de una clarividencia excepcional. Aquí están presentes los tres grandes pilares de Coseriu que hemos comentado: el lenguaje como enérgeia, la lingüística como ciencia de cultura, y la atención al saber originario de los hablantes. Si sólo es una determinada etimología la que adquiere el estatus de científica, nos estaremos limitando a comprender el lenguaje como algo externo y ajeno a nosotros, con una evolución independiente regida en exclusividad por leyes fonéticas no muy distintas a las fórmulas químicas o matemáticas. Pero se hace preciso comprender que la palabra es sobre todo unidad de sonido y significado, y por tanto, los cambios lingüísticos pueden explicarse, muchas veces, por asociaciones de significados realizadas por parte de los hablantes, a quienes pertenece la lengua. Es por ello que atender al «saber originario» supone una «revaloración de la ‘etimología popular’, que no es simplemente un fenómeno disparatado, puesto que puede proporcionarnos indicios acerca de las visiones metafóricas que han acompañado y determinado la creación de los signos y continúan asociándoseles en su empleo». Si descartáramos, por acientífica, la explicación etimológica que ofrecen Aristóteles o Plutarco de Halios, no estaríamos atendiendo al «saber originario» que tenían los antiguos griegos sobre su lengua, y por tanto, desaparecía la vinculación poética entre el sol y el mar; nos cerraríamos a comprender una «visión metafórica» que nos puede ayudar hoy a profundizar en la realidad del lenguaje en cuanto que patrimonio de los hablantes, no de los lingüistas. Pero recurriendo también a una bella visión poética de E. Coseriu: como «afán ininterrumpido de creación y re-creación», nunca como sistema estático concreto, la realidad del lenguaje es «como un paño ondulante de miles de matices o la superficie chispeante del mar bajo el sol».
Leer a Eugenio Coseriu: la teoría lingüística como narración
La lectura de Coseriu, en mi caso, está siendo una experiencia transformadora: en medio del frenesí y la desorientación de nuestra modernidad, presa de una desmedida fascinación tecnológica que nos arrastra al desapego con la tradición y con los clásicos, encuentro, en Coseriu, un pensamiento teórico coherente, homogéneo, embarcado en el noble afán de distinguir para no confundirse ni confundirnos; un pensamiento de hondas raíces filosóficas clásicas, siendo esto algo cada vez más inusual debido a la hiperespecialización de las áreas de estudio, que empujan a la tecnificación y la profesionalización del saber. Y mientras la búsqueda del rendimiento económico y de la utilidad inmediata conllevan una absoluta predominancia de los enfoques aplicados (muchas veces descuidando la visión que, siguiendo la etimología griega, concede una teoría explícita bien establecida), mientras ocurre todo esto, recuerdo lo que dijera el lingüista Jürgen Trabant: «Coseriu será también la conciencia de la lingüística en el siglo XXI». Frente a los datos, inconexos, que nos anegan y que son como flashes instantáneos, en Coseriu encontramos una teoría, una visión, una perspectiva, una filosofía hilvanada, pausada y coherente que nos sosiega al ofrecernos un sentido.
Hace poco leía yo al filósofo Byung-Chul Han; en su libro La crisis de la narración hay un capítulo fundamental titulado «La teoría como narración», en el que se dice que, entendida en tanto que narración, «la teoría esboza un orden de cosas que las pone en relación y, de este modo, explica por qué se comportan así. Desarrolla asociaciones conceptuales, que nos permiten comprender las cosas. A diferencia de los macrodatos, nos ofrece la forma suprema de conocimiento, que es la comprensión». Pero «hemos perdido la audacia para la filosofía, la audacia para la teoría, es decir, hemos perdido la audacia para la narración. Deberíamos ser conscientes de que, en el fondo, pensar no es otra cosa que narrar, y de que el pensamiento avanza con pasos narrativos». Ahora que la sobreinformación parece hacernos creer que es superflua toda teorización, precisamente por eso es más que necesario narrar; narrar para pensar. Al leer a Eugenio Coseriu, siento que he penetrado en un universo de sentido, y leo sus obras con el sosiego de una lectura profunda, no con la aceleración de la búsqueda de información (que parece dar pasos de gigante por convertirse en sinónimo de leer). Los de Coseriu no son artículos inconexos, ideas deslavazadas o esquemáticas: lo suyo es una auténtica narración lingüística. Una gran teoría lingüística narrada que creo que nos estimula hoy más en cuanto que estamos perdiendo la capacidad de narrar(nos). Incluso diría yo que Coseriu puede leerse con el mismo ánimo con el que se leen las grandes obras de la literatura; de hecho, él mismo comenzó a formarse en el mundo de la poesía y fue elogiado por sus cualidades como literato. Su obra de arte ha sido su Lingüística.