Ágora Z
Una de las nociones más importantes que nos dejó el mundo antiguo fue el Ágora. Allá por el siglo VI a.C. este espacio que, hasta ahora, no había cobrado tanta relevancia en el quehacer de la sociedad griega, inició un proceso de evolución pública, con la incorporación de nuevos edificios y la proliferación del mercado. Se dice que en época micénica (c. 1700-1100 a.C.) el rey ubicó una fortaleza en la Acrópolis con vistas a la zona que siglos más tarde se convertiría en el Ágora. Esos fueron sus comienzos, nadie imaginaba que aquel momento histórico estuviera a las puertas, primero, de sembrar la semilla de la democracia, y segundo, de revolucionar completamente la concepción política, moral, social y cultural de la historia, iniciando un proceso filosófico que culminaría en el Siglo de las Luces (S. XVIII) con el esplendor científico, fruto del desarrollo económico de nuestras sociedades vigentes.
Desde el siglo VI a.C., cuando la liberación democrática se hizo posible de la mano de Solón (año 594 a.C.), ya el Ágora daba sus primeros pasos, sus primeras andadas, convirtiéndose poco a poco en el corazón indiscutible de la polis, y sede de las relaciones sociales, políticas y comerciales de los ciudadanos griegos. Allí comenzaron a discutirse las primeras nociones articuladas con una base lógica, es decir, con un espíritu reflexivo y con perspectiva de hallar una verdad en las palabras proliferadas. Este espacio público, interactivo, y democrático, sin duda fue un contraste con la concepción política que demostraban las otras sociedades de aquel tiempo, basadas en la jerarquía y la obediencia indiscutible a la figura del gobernante.
No obstante, no fue todo camino de rosas como quien dice, el ágora también sufrió múltiples cambios que modificaban su configuración dentro de los parámetros sociales. En concreto fueron dos los momentos que más le hicieron sudar: uno fue la ocupación romana en el año 31 a.C., y dos, cuando los persas, liderados por el rey Jerjes I tomaron la iniciativa de enfrentarse a Grecia; hazaña que no resultó victoriosa, pues la ciudad-estado contaba con el apoyo espartano, encabezado por el rey y general Leónidas, que se encargó de finiquitar el ejército persa con una reducida nómina de soldados, pero bien entrenados, en la batalla de las Termópilas (año 480 a.C.).
Fue este último uno de los momentos trágicos no solo del ágora sino de la Antigua Grecia, ya que la victoria espartana no contuvo las intentonas por parte de los persas de destruir monumentos, edificios y demás estructuras públicas. Es por ello que en ese mismo año Pericles inició un proceso de restauración que abarcó no solo el restablecimiento del suelo destruido, sino que además incorporó nuevas estructuras, dotándolas de parques, fuentes y jardines, y la construcción de templos en la Acrópolis, como el Partenón, dedicados a Athena Parthenos (Atenea la Virgen), la deidad patrona de la ciudad.
Durante esos años, que datan de la restauración de Pericles hasta el año 31 a.C. (cuando la ciudad pasó a ser una provincia romana), el Ágora ateniense, en esencia, vivió, podríamos decir, sus tiempos más gloriosos. Desde interpretaciones dramatúrgicas, debates, celebraciones, hasta convertirse en una de las primeras y fundamentales bases de las sociedades posteriores, sobre todo del Renacimiento, etapa histórica que se opuso al oscurantismo medieval, y que quiso retomar el legado histórico, cultural, moral y artístico, que había dejado la Edad Antigua. El Ágora fue durante aquellos largos años el centro de la comunidad ateniense, como núcleo de todas las relaciones sociales y comerciales. Y lo siguió siendo también una vez caído el Imperio Romano (en aquellos márgenes geográficos), y empezado el dominio del Imperio Bizantino (apodado el Imperio Romano de Oriente) y luego Otomano.
Se podría decir que hasta el siglo XIX, el Ágora nunca dejó de ser materialmente ese espacio dedicado a la vida pública. Hasta que los atenienses se rebelaron contra el Imperio Otomano para hallar su autonomía política. Pues en el transcurso del conflicto bélico, las infraestructuras que hasta ahora permanecían desde hacía siglos en un estado óptimo de conservación, quedaron destruidas. Es por ello que se abrió otro proceso de restauración (hacia el año 1831), pero esta vez, orientado a edificar varias residencias y edificios modernos, y conservar el legado material que quedaba intacto tras la trifulca. Se reinterpretó la función del ágora, convirtiéndose desde ese momento en un espacio patrimonial y de interés histórico, digno de ser conservado y mantenido.
Como podemos observar, el Ágora ateniense, y no solo el ágora fundamental de la polis griega, Atenas, sino también el resto de ágoras que fueron surgiendo a partir de los siglos V y IV a.C., fueron pasando de manos a lo largo de la historia por las sucesivas invasiones de otras civilizaciones, y evolucionando en muchos casos a las necesidades de estas fuerzas que se asentaban. Por eso, hay que recordar la influencia definitiva del Ágora en la configuración de Occidente y del modo de funcionar de las sociedades modernas y contemporáneas.
Habiendo un hecho un breve repaso cronológico del Ágora, como institución esencial de la vida ateniense, me surgen a la vez varias preguntas, ciñéndome al tema que me corresponde. Hemos visto su nacimiento, su desarrollo y su objeto extraordinario que cambió el curso civilizatorio. Designar un espacio de interacción ciudadana, en el que se tomaran las decisiones importantes en relación a la política, moral, etc. El mundo se había acostumbrado hasta la aparición del Ágora, a dar por sentados conocimientos. Hay que tener en cuenta que la mayoría abrumadora de las civilizaciones era campesina y analfabeta (y así lo ha sido hasta hace bien poco) y que se desarrollaba al margen de las élites que se sostenían mediante su esfuerzo. Con la llegada de la filosofía, el descubrimiento de la lógica y el avance de la razón, todos los niveles civilizatorios lo fueron en la medida que iban impregnándose de estos saberes, modificándose y tejiendo un nuevo sistema político que presumía de juventud, pero también de inmadurez.
La democracia griega estuvo subordinada a inestabilidades que llegaban por todos los lados, como varias dagas apuntando a sus blanquecinas carnes, porosas, fieles al dulzor del tiempo. Sus primeros pasos, fueron sin duda intensos, y condición de que otras civilizaciones, no vieran con buenos ojos un sistema que pretendía la anulación de los poderes jerárquicos, es decir el rey, y las elites novelísticas.
El Ágora fue por mucho tiempo la calle, allí divagaban opiniones, reflexiones, ideas que fluían por los cauces de la cosa pública. Lo público mantenía el alma viva de este sistema y lo dotaba de una fuerza que lo protegía de ser devorado por la furia autoritaria. Sin duda, el ágora habría decrecido si se hubiese convertido en un lugar ampliamente violento, donde el espíritu democrático quedara relegado a una polarización permanente. No obstante, pese a las inestabilidades que provenían del exterior, también contaba con inestabilidades internas. Pero la gran suerte que contaban los ciudadanos atenienses y griegos es que sus necesidades de expresión se satisfacían automáticamente cuando pisaban el suelo del Ágora, y sentían que estaban en el lugar idóneo para expresarse y ser escuchados por el resto de ciudadanos. No digo que aquellos debates, aquellas charlas, presumieran todas de armonía. Es obvio que en toda institución humana ha habido, hay y habrá, por mucho de que se trate de una democracia, relaciones de odio y de imposición. Pero algo que los diferenciaba de nuestro tiempo, es que el ciudadano medio se sentía parte de una comunidad y de un mismo timón político (en cuanto a la forma). Se sentía parte del sistema, artífice en definitiva de lo que proliferaba.
Ahora la situación ha cambiado, y me surgen varias preguntas como: ¿cuál ágora es la nuestra? ¿Quién domina el ágora? ¿Qué sentimiento tiene el ciudadano que acude al ágora y quiere expresarse? ¿Dónde está el ágora? ¿Existe? ¿Qué sucede si un ciudadano la busca y no la encuentra? Preguntas que, como ven, se dirigen todas a un mismo objetivo, analizar el ágora de nuestro tiempo (en el caso que lo hubiera) y sonsacar las nociones que definen la vida política, en esencia del ciudadano europeo/occidental que se mueve en sociedades más o menos democráticas, y explicar las claves de nuestra situación política actual, y geopolítica en cuanto a otras potencias que están decididas a dominar el mundo (me refiero a las potencias orientales).
Desde luego que, para comenzar a analizar, hay que tener en cuenta a mi juicio tres factores que determinan cualquier hecho, situación o movimiento de nuestro presente: Uno la dosis demográfica que ha recibido el mundo a través del capitalismo, y de la división del trabajo, periodo que nace en la revolución industrial (siglo XIX) cuando Inglaterra por primera vez en la historia masificó los sistemas de producción, dando pie a un desarrollo económico sin precedentes. Dos, el triunfo de la ciencia en la vida práctica en la generalidad de los ciudadanos europeos, así como el uso generalizado de la tecnología y de espacios virtuales. Y tres, la tecnificación de los sentimientos morales, así como la influencia directa del marketing en nuestro comportamiento, y de la propaganda sentimentalista como método de supervivencia.
El primer factor mencionado, la demografía o el ingente número de habitantes que cuenta la humanidad, ha modificado nuestra forma de vivir, de ser y relacionarnos. Ha dotado de un relativo distanciamiento a las relaciones entre ciudadanos. Al haber tanta numerosidad de personas fluyendo simultáneamente por los espacios públicos, el ciudadano ya no se siente próximo a los otros ciudadanos que comparten su cercanía, sino lejano a pesar de la cercanía existente. Esto es, que las grandes ciudades europeas, en esencia, y las no europeas (las cuales han interiorizado el modo de vida occidental), al albergar grandes cantidades de población, están condicionando la vida pública. ¿Cómo? La sociedad, al ver esta terrible liquidez en los espacios físicos (calles, metros, sistemas de bus urbano, plazas, etc.), la realidad que ofrece nuestro sistema económico de necesaria interacción comercial y laboral para sostenerse, está arrastrando inevitablemente las necesidades de socializar por parte de los ciudadanos a otros espacios sintéticos y con finalidad de sustituirlos.
Somos tantos, tantas personitas que entramos por la boca de los metros, usamos transporte público, o que simplemente, acudimos en masa a un determinado acontecimiento social, que vemos inútil el hecho de acercarnos y conversar con las personas que se encuentran cerca. Puede que factores como la personalidad o la digitalización estén mitigando las esperanzas de crear vínculos físicos, y que nos influyan a la hora de tomar la decisión de mantenernos en silencio y evitar interaccionar con los otros ciudadanos. Esto tiene un nombre y es individualismo, pero al ser consecuencia inevitable de la abundancia demográfica que acecha nuestros días, remiten a la causa base, y es que la numerosidad, produce banalidad en el momento que concebimos a todas esas personitas, vestidas diferentes, con su ideario, sus gustos y todo, de igual forma. Precisamente los griegos, hacían todo lo contrario, en el ágora desde luego no concebían esa banalidad en sus relaciones, también por la diferencia demográfica, pues no contaban con tantos ciudadanos, y había mayor facilidad de reconocer e identificar al resto. Pero lo que queda claro, es que el aumento abismal de los marcos demográficos ha alejado al ser humano de los espacios públicos. Ya no encuentra en ellos su forma de expresarse, ni su forma de ser. En el momento que se adentra en el hormiguero (la ciudad), donde de un modo increíblemente fugaz atraviesan millones de individuos sin preguntar por qué, pierde su instinto de validación, socialización, se desmoraliza, y lo busca en otros espacios.
Los griegos si en algo se basaban era en no irse a su casa sin haber expuesto sus visiones del mundo a sus compatriotas. Se sentían refugiados por la necesidad de decir todo aquello que pensaban, o ese al menos, era el espíritu. Desde luego que no contaban tampoco con un sistema potente como es hoy día internet, donde quedara registrado cada segundo en el que se perdieran los papeles, y, en consecuencia, polarizara las relaciones políticas que mantenían. Por eso, el primer factor que establezco para analizar el concepto de Ágora en nuestros días es la masificación demográfica. Al haberse situado el ser humano en parámetros de expansión poblacional, al haber triplicado en poco menos de un siglo su demografía, se da el caso que esos espacios donde pudiera haber un mínimo de espíritu interactivo se han convertido en espacios de tránsito y de liquidez económica. Los espacios abiertos, aún dedicados a la socialización, como pueden ser plazas, zonas verdes, parques, etc., el ser humano inevitablemente se encierra en los espacios que mejor controla y mejor le sirven para sentirse humano (digitales), y estos pierden su sentido originario, el de crear vínculos físicos y favorecer la salud ciudadana. No estoy diciendo que no tengan algo de utilidad, y que a pesar de los obstáculos presentes no cumplan con su misión, con su función dentro de los planes urbanísticos. Sí es cierto, que la ausencia de espacios de semejantes características, no equiparables a la vieja ágora por supuesto, dificultan el desarrollo de la vida humana dentro de las ciudades de gran extensión, muchas veces entorpeciendo al desarrollo económico.
Ocho mil millones de habitantes, megalópolis masificadas, el hecho de que en lo físico no se halle una pausa, una paciencia civil, y que, por el contrario, la sensación sea de desasosiego y de lejanía con respecto a los integrantes que conforman la comunidad, condiciona increíblemente a la confianza del ciudadano medio a que esa sociedad que desconoce, y que, al mismo tiempo, le rodea, pueda ser beneficiosa para sus intereses.
Se siente una aguja en un pajar que lo reduce a un mundo tan menudo y tan poco considerado, que, a su vez, genera otro sentimiento de nihilismo y la sensación de que, aunque esté en plena sociedad y en contacto con otros seres, no está en ningún sitio, sino en su fuero interno, en sus problemas, que, desde luego, no van a ser escuchados físicamente por nadie, porque como digo, se siente una aguja que desaparece poco a poco entre las tinieblas del anonimato. Por eso a las sociedades orientales les ha ido muy bien, y a las sociedades europeas/occidentales muy mal. La necesidad de expresión, por cultura, que recibe la vertiente occidental no es equiparable ni mucho menos a las escasas necesidades de expresión de los orientales. Estos últimos no tienen tan desarrollada la necesidad de entrar en contacto con el tejido social, para hacer ver su punto de vista. Los chinos, por ejemplo, influidos claramente por el Confucionismo y el Budismo, no poseen la moral europea de solventar sus inquietudes y divergencias mediante el apego, sino que por herencia cultural tienden a ser más autónomos a la hora de solucionar sus propios problemas. Ellos no necesitaron un ágora, no la pidieron, se sintieron siempre refugiados por sus relaciones ancestrales y espirituales, que, a su vez, les permitía la no necesidad de buscar afuera lo que no tenían dentro de sí.
Algo muy diferente sucede en Occidente. El intenso crecimiento demográfico, ha ubicado a sus ciudadanos en la desconfianza, esto se sienten huérfanos del sistema político y social democrático. No es equiparable el sentido de comunidad oriental, sobre todo en China, que la ausencia identitaria que padece nuestras sociedades a día de hoy. ¿Por qué? Se preguntarán. Pues por la sencilla razón de que el anonimato, y las necesidades de expresión insatisfechas se juntan, dando pie a que el “espíritu agoriense” se traslade a espacios no físicos, (espacios digitales) y el ciudadano medio en vez de expresarse con normalidad y serenidad, emita su mensaje con resignación y ebullición, al sentirse parte más de un engranaje que lo reduce a la desconsideración y que lo aleja de los cauces de la sociedad que pertenece. Desde tiempos remotos el ser humano siempre ha buscado la supervivencia, ya sea mediante la demostración de poder físico, económico y social. Pero en estos momentos de masas, ese instinto de sentirse protagonista y refugiado por la demostración de poder, está tremendamente atenuado por la cultura civilizatoria contemporánea, por la ausencia de creencias religiosas, y por dicho océano demográfico.
La demografía ha impactado sobre la conciencia del humano. Lo ha ubicado en una posición de silencio. Se siente huérfano, ya nadie le escucha. El mundo físico ha terminado, ha perdido toda la esperanza en encontrar en lo público ese espacio donde expresarse. En consecuencia, desolado y perdido en esta enorme red de ciudadanos anónimos, encuentra su satisfacción, en los espacios digitales, donde se cristaliza su sentido humano. Pero no de la mejor forma, pues desorientado y reducido a un alfiler más, busca, expresar el mensaje que previamente había querido expresar, con cierto atrevimiento y resignación, al haber sido en una primera instancia, declinado por la lejanía palpable del hormiguero (la ciudad). Como ha perdido la fe de expresarse en medios físicos, donde el anonimato golpea las necesidades de toda socialización, se siente omitido y con mayor necesidad de hacer ver su pensamiento (hasta llegar en muchas ocasiones a querer imponerlo). Esto se materializa con la polarización del propio pensamiento, y con la desconsideración por parte del ciudadano hacia los demás. Se trata de una expresión frustrada, de querer hacerse notar de la forma más intrépida dentro de los espacios que sí se lo permiten (digitales).
Esto conduce al segundo factor previamente expuesto, el del triunfo de la ciencia en la vida práctica. Sin duda, se trata de la tecnología, de todo dispositivo con una inteligencia autónoma. La tecnología se ha encargado de lubricar el desarrollo humano, y está ejerciendo en estos momentos un papel fundamental en cuanto a las relaciones humanas. ¿Cómo? Sin ellas prácticamente no habría sido posible sostener políticamente estos hormigueros. La sensación de lejanía ciudadana (a nivel físico) se acentuaría por la ausencia de otros espacios, no hallados, por la falta de material tecnológico. Los móviles, ordenadores, etc., no solo ejercen la función de equipos de trabajo, y complementos esenciales del sistema productivo, sino también son utilizados, y diría en mayor proporción, como medio de comunicación e interacción social. La tecnología ha abierto la puerta a “facilitarnos la vida”, y también a permitirnos hacer otra vida más humana y en unos parámetros más cercanos a nuestra condición biológica.
Con su ausencia, es probable, que, en las principales ciudades europeas, reinaría el caos, y la civilización no hubiera alcanzado un estado permisible para su desarrollo. La estructura de las sociedades occidentales se fuera desmoronado como un dominó, y fuera absorbido una situación de desamparo por parte de la ciudadanía. Aquí se ve claramente el triunfo de la ciencia, y de la razón. Todos estos aparatos lejos de ser producidos por dios, lo han sido por el intelecto del hombre. Por eso, se explica una de las bazas con las que cuenta nuestras sociedades, y es la posibilidad de hacer cualquier cosa, en cualquier momento, como sea, e impulsar los lazos de comunicación e interacción no solo de los integrantes de nuestra comunidad, sino también con otras partes del mundo.
Sin embargo, no todo es luz, pues sí es cierto que los ilustrados hasta nuestros días vieron luz en la ciencia, en el poder humano para dominar la naturaleza y los distintos retos que la misma les planteaba. El desarrollo histórico desde hace tres siglos atrás ha dado la razón a la ilustración y al devenir científico. Estos se han consagrado con la aparición de la tecnología y su satisfactoria incorporación en los diferentes espacios de la vida humana. Ya sea en la casa, con los amigos, en el trabajo, en la escuela, donde sea, que siempre va a haber por medio un aparato inteligente. Ahí la evidencia de su triunfo, de su consagración. Además, de permitir un mayor control y una mejor organización a las distintas autoridades gubernamentales de sus sociedades. Pero esto no queda aquí.
Hemos hablado, de que en el siglo VI a.C. el ágora adquirió, por primera vez en la historia su carácter democrático, el de ser ese espacio donde ciudadanos reconocidos como tal, pudieran hacer su vida social, política, y cultural, sin ningún tipo de obstáculo. La concepción moral y política cambiaba y se orientaba a dedicar esos espacios públicos a la toma de decisiones importantes. Allí acontecían las primeras muestras de reflexión moral intensa, donde se intentaba por todos los medios hallar una explicación a las grandes preguntas que la creencia no sabía responder. Allí se dieron los primeros intentos de coser una sociedad democrática (con algunos matices). Y me pregunto ¿Qué ha fallado en nuestros días? ¿Qué está sucediendo sociológicamente hablando en occidente? ¿Qué está revolucionando el panorama político-social que está ubicando las esperanzas de los ciudadanos en una tremenda crisis?
Solo digo que la Antigua Grecia cayó por su relajamiento militar, por su debilidad frente a otras potencias con mucha hambre de conquistar territorios, y que nuestras sociedades democráticas lo harán por la ausencia de un ágora donde los ciudadanos solventen sus necesidades de ser considerados y parte del mismo sistema que les dota de una relativa libertad e igualdad. El desamparo del ciudadano europeo, aplicado a la ausencia de una divinidad que lo proteja de los momentos más oscuros, y de un claro distanciamiento del sistema, explica con creces la crisis de polarización actual, que seguro acabará con la desintegración del proyecto europeo y las sociedades democráticas.
Una vez la ciencia fue la luz, ahora con todo el lamento de mi corazón, digo que la ciencia será la oscuridad. Se ha convertido en el gran joker que juega la baraja europea. Sin ningún rumbo, el ciudadano medio occidental se dispone a remplazar la vida social física, desistiendo de que no va a ser escuchado ni entendido por los ciudadanos reales de a pie (por las razones anteriormente comentadas), por una especie de personajes que se nutren de la desesperanza, y lo utilizan en favor de sus intereses. Al fin y al cabo, todos nos hemos convertidos en esos personajes, todos hallamos la cercanía en nuestros perfiles digitales, y nuestras interacciones sintéticas, que realizamos en dichos espacios, tratando de construir una especie de ficción, o lo mismo, un ágora donde sentirnos considerados.
La democracia, sí es cierto, dota de una cierta libertad y una cierta igualdad, pero agarrándose a la consideración debida. El motor de la democracia no es tanto estas dos primeras, como esta segunda. Si los ciudadanos en tiempos de la Antigua Grecia, no se hubieran sentido considerados en el Ágora, al realizar sus intervenciones, y no se hubieran sentido parte de aquel sistema, la filosofía, la lógica o la propia razón jamás hubieran prosperado. Esto es lo que sucede, por el contrario, en nuestras sociedades democráticas. La densidad y envergadura de la población, a diferencia de las sociedades con talante autoritario, las cuales también cuentan con sus deficiencias (no digo que no), han causado una profunda crisis psicológica en el seno de la conciencia ciudadana, que se materializa en la incesante ebullición y permanente polarización de los otros espacios que sustituyen o que buscan sustituir al Ágora.
Teniendo en cuenta el factor demográfico y el factor tecnológico como respuesta, aparece otro tercer factor que es la propaganda sentimentalista. Estos espacios que los voy a denominar de inmediato Ágora Z, pertenecen a una red de personajes atrevidos, que buscan ser considerados, en tanto en cuanto no lo han sido en la vida física. El Ágora Z, si en algo se caracteriza es en albergar todas las frustraciones y resignaciones, que el humano, limpiamente y democráticamente no puede solventar, debido a la sensación de aislamiento e incomprensión. La vida física/pública divaga tan rápidamente, que los estados digitales, acompañados banalmente de la valoración numérica, adquieren la función de dotar cierta estabilidad al propio humano y un refugio que la realidad palpable no le puede ofrecer.
Cuando digo propaganda sentimentalista, me refiero a que los sentimientos y pequeños momentos de furia, al ser congelados y repetidos hasta la saciedad, después de haber sido dados, convierten a los ciudadanos en una especie de personajes, y activos de un espacio que no correspondería a los marcos de la realidad física. En otras palabras, al haber un rechazo ocasionado por la numerosidad de la comunidad, una banalidad hacia los miembros (en el medio físico), un sentirse desconsiderado y una búsqueda de consideración en otros espacios que satisfagan las necesidades que les ha ofrecido la libertad e igualdad democráticas, aparece un desdoblamiento de la personalidad que culmina con el anhelo de demostración de poder. Se abre un proceso de deterioro democrático, pues estos personajes, lejos de sentirse parte de la sociedad, y relacionarse con normalidad, arrojan todo aquello que no pueden expresar físicamente de un modo impulsivo, y, en consecuencia, peligroso.
Es decir, que los sentimientos al permanecer largos periodos de tiempo (digamos infinitos), en estos espacios, pierden su naturalidad, y comienzan a ser instrumentalizados para alcanzar fines, con el factor antes comentado, de que la ausencia de consideración y atención en los espacios públicos, ocasiona un grave trastorno en la conducta social obligándola a hallar esa consideración en otros espacios (digitales), pero con la diferencia, que esta vez la frustración, y la sensación de que “nadie va a escuchar mis palabras”, van hacer acto de presencia. Ahí la búsqueda de entender por parte de estos personajes las reglas de este espacio y de instrumentalizar los sentimientos en un modo difusor, al sentirse resignados, y difuminados por la tremenda envergadura demográfica.
Para no hacer más largo el presente documento, quiero decir un par de cosas. Habiendo expuesto el orden histórico cronológico del ágora griega, y de haber comentado a grandes rasgos el “Ágora Z” en base al principio de observación, me he dado cuenta de que el presente se queda escaso para la cantidad de nueva información que se puede aportar al respecto. Pienso que este es un tema de actualidad, y que, de un modo u otro, afecta a la amplia mayoría de los ciudadanos que conviven en contextos semejantes. Sabemos que factores anteriormente comentados, como el desarrollo demográfico, la completa integración de la tecnología en la vida en general; la tecnificación de los sentimientos morales, así como el uso inadecuado de contenidos que quedan sujetos a la repetición; y, en consecuencia, la desconsideración del ciudadano contemporáneo, y su búsqueda de consideración en espacios que sepa manejar con mayor facilidad; han invocado un nuevo fenómeno que está poniendo en jaque la democracia existente. Por eso, mi conciencia me remite a seguir analizando y observando las relaciones democráticas, prácticamente inapreciables en la vida física, y abundantes en internet, donde se corre el riesgo de interceptar informaciones difusas y engañosas. Me dispongo a seguir trabajando en ello, y por ende a realizar un proyecto de mayor profundidad atendiendo a los aspectos que aquí he expuesto de forma generalizada.