El Logos
ante la inteligencia artificial
(Hacia una cultura de la actitud humanista)
«Ha llegado el momento de volver al Humanismo. O nosotros humanizamos las máquinas, o las máquinas nos van a automatizar».
Las palabras del director del Departamento de Filología Clásica de la UCA, el Catedrático de Filología Clásica José María Maestre Maestre, vibraron como la más urgente llamada a la reflexión en el Senado de España el pasado 21 de abril de 2023, durante la Jornada Cultural “Elio Antonio de Nebrija: puente de unión territorial y cultural de España, Europa e Iberoamérica” (https://youtu.be/J8dEdMDojZY) organizada por el Instituto de Estudios Humanísticos y la Sociedad de Estudios Latinos, que dirige y preside, respectivamente, el citado profesor.
«Tenemos que evitar que homo homini lupus no pase, en el futuro, a ser machina homini lupus: la máquina puede convertirse en el verdadero lobo del hombre»
Como responsable de Támarix Gaditana, y consciente de la importancia del diálogo intergeneracional para afrontar los retos de nuestro tiempo, quisiera, aunque de la forma más humilde, seguir navegando en el rumbo iniciado por el profesor Maestre, y así realizar un bosquejo de ideas sobre ese horizonte que cada vez oteamos con mayor nitidez: el desafío que las inteligencias artificiales están planteando a la propia condición humana, y con ella, a nuestra cultura, ambas indisolublemente unidas. Por tanto, si los planteamientos de este esbozo resultasen de provecho, sean interpretados también como una aportación, humilde pero realizada desde el más profundo convencimiento, que pudiera ser considerada por el Vicerrectorado de Cultura de la UCA en su nueva etapa actual.
«La razón por la que el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: […] el hombre es el único animal que tiene palabra».
El animal que habla. La definición que Aristóteles escribía en su Política parece encontrarse, hoy, a las puertas de un inquietante silogismo: si las máquinas también están empezando a hablar, ¿se convertirán, por tanto, en seres humanos? ¿Qué entendemos por hablar?
Las nuevas tecnologías están revolucionando todos los aspectos de nuestra vida, pero no creo encontrarme lejos de la verdad si afirmo que, sobre todo, están transformando radicalmente nuestra concepción del lenguaje humano, y tan rápidamente que apenas si nos percatamos de ello.
Según tengo entendido, los textos generados por inteligencia artificial se basan, principalmente, en el acceso a ingentes corpora de los que se extraen no solo datos, sino patrones lingüísticos que permiten construir oraciones coherentes, simulando así la gramática generativa del ser humano: imitando nuestra capacidad lingüística. De esta forma, los textos generados por IA se convierten en los prestidigitadores más eficaces en crear una ilusión de lenguaje. En cuanto una máquina hace uso de nuestro propio código lingüístico, de forma inmediata pero inconsciente nos sentimos ligados a esas palabras que en la pantalla van apareciendo en la misma lengua materna en que hemos nacido; o bien, tendemos a simpatizar con esos sonidos que, aunque emitidos por un aparato tecnológico, identificamos como propios, pues con el aire semántico del lenguaje, como lo llamaban los antiguos griegos, hemos construido nuestro pensamiento, nuestra vida del espíritu, sociedad y cultura. Por eso, no resulta tan sorprendente que, cuando una inteligencia artificial hace uso del lenguaje, nos sintamos tentados a preguntarle su parecer, su opinión, o su estado de ánimo ante determinados asuntos, de la misma forma que conversaríamos con un ser humano: pues esa capacidad de reflexionar, de juzgar y de sentir está implícita en nuestra concepción del lenguaje, el rasgo definitorio de la especie humana. Por tanto, es la propia ilusión de la capacidad lingüística la que está personificando a las máquinas. Y nosotros, cuando decimos que hemos hablado con una inteligencia artificial, o mencionamos sus respuestas a lo que le hemos preguntado en nuestra conversación, transformamos, definitivamente, a la máquina en un igual lingüístico: pues el vocabulario con el que se describe una conversación, y por tanto, solo aplicable a los seres humanos, ahora está siendo forzado al aplicarse también a una máquina que no razona, que no piensa, que no siente; y ello se debe, simplemente, al motivo fundamental de que IA se sirve formalmente de nuestro lenguaje, el cual, por sí mismo, se encarga de tirar del hilo de todo lo intrínseco a la condición humana.
Sin darnos cuenta, estamos actualizando la inagotable alegoría de la caverna de Platón: hipnotizados por las sombras lingüísticas que IA proyecta ante nosotros, nos convertimos en prisioneros que dejamos desfigurarse el verdadero significado del lenguaje humano. Porque las inteligencias artificiales se basan en una paradoja que colisiona con los millones de años de evolución de nuestra especie: el tremendo oxímoron del lenguaje sin pensamiento. Aunque a los seres humanos nos sea posible encontrar el significado, el sentido e incluso la emoción en unos textos generados automáticamente, para IA nuestra lengua materna no es más que un conjunto de algoritmos, una combinación de signos donde, en la escala de prioridades, es más importante parecer creíble antes que decir verdades. A este mayor descuido por la verdad, en aras de lo más probable, se deben muchos fallos de IA (estaríamos tentados a disculparla con un errare humanum est, por lo que seguiríamos engrandeciendo su personificación). Porque la búsqueda de la verdad implica una voluntad crítica, un posicionamiento, un juicio del que carece una máquina, como corroboran unas palabras generadas automáticamente por ChatGPT: «como modelo de lenguaje, no tengo emociones ni intenciones propias. Mi capacidad de generar respuestas se basa únicamente en los datos que he recibido durante mi entrenamiento y en los algoritmos y modelos matemáticos que utilizo para procesar y generar texto».
Un modelo de lenguaje, un lenguaje modelado para la verosimilitud, un molde sin contenido. ¿Qué clase de lenguaje puede ser esta máscara de coherencia bajo la que no fluye el pensamiento, sino los cálculos estadísticos?
Los primeros balbuceos lingüísticos de IA se convierten en una interpelación y una sacudida; se convierten en una llamada a la atención ante la desfiguración del sentido de nuestras palabras, ante el olvido del significado de esos conceptos que nos han construido como especie, como sociedad. Así, las inteligencias artificiales creadas por los seres humanos se convierten en nuestro espejo: si alguna capacidad que consideramos definitoria de nuestra especie puede ser emulada por IA, significa que, en realidad, esa capacidad no es propiamente humana; hay un paso más allá que solo los seres humanos somos capaces de dar, y a la vez, tenemos la responsabilidad de hacerlo. Pero el reflejo que contemplamos en IA nos inquieta profundamente porque nos revela que, en realidad, no acostumbramos a dar ese paso: las inteligencias artificiales son el espejo del grado de robotización al que ya ha llegado la sociedad. Si nos desasosiega el hecho de que IA hable como un ser humano, y que, por tanto, pueda llegar a reemplazarnos en un futuro, tal vez signifique que para nosotros hablar ya no sea más que disponer coherentemente unos signos en el discurso, mientras arrinconamos la implicación con el pensamiento personal y colectivo que otorga a esos signos la razón de ser pronunciados o escritos.
Por ello, como espejo de la automatización social, IA, aunque pueda parecer lo contrario, se convierte en nuestra mayor aliada: en medio de la frenética rutina moderna, IA nos obliga a replantearnos el rumbo de la Humanidad. De la misma forma que las paradojas esconden grandes verdades, una ilusión lingüística generada automáticamente nos recuerda la importancia de no resbalar superficialmente sobre el lenguaje que somos, como diría el filósofo y filólogo clásico Emilio Lledó, sino de profundizar en los conceptos tal y como surgieron en el mundo de la Antigüedad.
Logos fue la palabra en que el pensamiento se entretejió sutil y firmemente al lenguaje: un concepto donde palabra y razonamiento fueron trenzando, poco a poco, la convivencia social hasta crear la ciudad, la polis. Aquí, el Logos permitió al ser humano habitar, ya no solamente un espacio natural, sino una cultura. Con el Logos, con el pensamiento y el lenguaje que lo expresa, el ser humano cumplió su metamorfosis en animal de cultura, pues a partir de un código simbólico compartido se liberó del exclusivo aquí y ahora con el objetivo de definir ideales a los que aspirar de forma conjunta para lograr la felicidad colectiva, y por consiguiente, la felicidad del individuo; todo ello gracias a la interrelación entre lenguaje y pensamiento.
«La voz es signo del dolor y del placer y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza alcanza a tener sentido de dolor y de placer y significárselo unos a otros, pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del ser humano frente a los demás animales el tener él solo el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad (Política, I, 1253a10-18, traducción de Emilio Lledó).
Este fragmento de Aristóteles, que continúa sus palabras citadas al comienzo de este escrito, revela la razón de ser del lenguaje humano como búsqueda de la mejor forma de construir y cultivar nuestra convivencia, a partir de la reflexión individual y colectiva sobre los conceptos que pronunciamos. Este empeño, a la vez ético y político (términos indisolubles para los Antiguos de igual forma que el pensamiento y el lenguaje en la palabra Logos), revelan en nuestra reflexión lingüística un punto de utopía necesario para todo progreso: la creación de unos ideales, como la justicia o la verdad, a los que aspirar de forma colectiva.
Después de lo dicho, resulta evidente que el lenguaje humano, en su concepción originaria, está muy lejos de ese entrenamiento que ChatGPT afirma haber recibido basado en datos y algoritmos. Sin embargo, como espejo de nuestra sociedad, las emergentes inteligencias artificiales nos recuerdan que las personas, aun no siendo máquinas, muchas veces nos aproximamos peligrosamente a ellas si limitamos nuestro conocimiento a datos supuestamente universales, si nos despreocupamos de discernir lo justo de lo injusto, si descuidamos la definición de la utopía que queremos. Si IA se caracteriza por el sometimiento lingüístico y la ausencia total de voluntad crítica, ello implica que la deontología del lenguaje humano radica en una continua reflexión sobre sí mismo, y por consiguiente, sobre nuestro pensamiento, nuestros prejuicios y la actitud vital que hemos elegido y que condiciona nuestro día a día. Retomando las enseñanzas de Sócrates y sus discípulos, urge ahora, más que nunca, unirnos a su diálogo para hacer de las palabras un descubrimiento personal y propio. «Las preguntas sobre qué son, qué dicen, qué significan las palabras y sobre todo esa libertad para no aceptarlas, si antes no se habían reflejado en el espejo del diálogo, dejaron establecido un ideal cada día más necesario en nuestro tiempo. […] La educación en la reflexión de la lengua que somos constituye, tal vez, el remedio más eficaz y poderoso para mantener vivas las esencias del ser que somos, del ser que debemos ser» (Emilio Lledó, Los libros y la libertad).
Las inteligencias artificiales, a la vez que replantean nuestra concepción del lenguaje y el pensamiento, también transforman la relación que mantenemos con el conocimiento y el aprendizaje. Si IA nos puede proporcionar una ingente cantidad de datos generales y enciclopédicos en milésimas de segundo, ello significa que debemos dar el paso de hacer del conocimiento un descubrimiento personal: una conquista propia aquilatada desde el cuestionamiento y el asombro por saber, con el objetivo de compartir y poner en práctica ese saber de una forma solidaria. Se trata, en definitiva, de volver al asombro, a la admiración por la realidad y el conocimiento que caracterizó los primeros momentos de la filosofía, los primeros momentos del pensar. Pues únicamente podremos comprender y creer de verdad en lo que sabemos, si, en el proceso de cultivarnos a nosotros mismos, nos dejamos asombrar por todas las posibilidades de progreso individual y colectivo que el descubrimiento del aprendizaje despliega ante nosotros.
La Cuarta Revolución Industrial puede traer consigo una revolución en nuestra concepción del lenguaje. Por primera vez en la Historia nos empezamos a cuestionar si, detrás de cada texto escrito, fluye realmente el pensamiento humano, el Logos, o si, por el contrario, no se trata más que de la hábil ilusión de un algoritmo. Estamos empezando a dudar si es obra de un ser humano o no una manifestación del rasgo más definitorio de nuestra especie: el lenguaje. Por ello, quizás el quid de la cuestión no sea tanto procurar que las máquinas no se parezcan a los seres humanos, como evitar que los seres humanos limitemos nuestras capacidades a las funciones propias de una máquina. Las inteligencias artificiales pueden entenderse, en realidad, como un gran impulso para el desarrollo de nuestro potencial como individuos y como sociedad, porque nos advierten y recuerdan ese paso más allá que debemos dar para llegar a ser plenamente humanos: no someternos a un lenguaje automatizado, sino mantener encendidos en nuestras palabras los ideales de la ética y de la política, para conseguir una reflexión propia que lleve a la reflexión colectiva y propicie la convivencia; una reflexión sobre el lenguaje que mantenga viva la utopía que nos hace progresar, para volver al cuestionamiento lingüístico de los diálogos platónicos y profundizar en las palabras hasta llegar a comprenderlas de verdad; solo así comprenderemos realmente nuestro pensamiento. Porque, en nosotros, lenguaje y pensamiento siempre han estado entrelazados. Incluso el propio nombre de inteligencia artificial es un mero cascarón vacío comparado con el elevado potencial de la inteligencia humana. Como dijera en una ocasión el filósofo y educador José Antonio Marina, «la gran creación de la inteligencia no es la ciencia, no es el arte, no es la técnica: es la bondad».
Quizás, esta reflexión sobre las palabras, como la única forma de aquilatar un conocimiento personal y comprender hacia dónde nos dirigimos con nuestro aprendizaje, sea un pilar fundamental, en esta época, para repensar el concepto de cultura. «Es imprescindible una nueva reflexión sobre eso que hemos convertido en palabra usual y, con todo, cada vez más lejana: la cultura, como fuerza educadora, transformadora, alentadora, esperanzadora» (Emilio Lledó, Los libros y la libertad). Una palabra que evolucionó hasta significar el cultivo de la propia naturaleza humana como único medio de obtener sus frutos, de igual modo que la tierra cultivada. Hoy, es necesaria la cultura como cultivo de nuestro pleno potencial humano: la cultura como cultivo constante e incansable de la actitud humanista.
«Esa actitud [de resistencia frente a la hostilidad del hombre con el hombre] que ha cruzado los siglos cultivando viejas herencias y cosechando sobre terreno hostil humildes frutos, ha sido llamada, en ocasiones, actitud humanista […] Nuestra capacidad de influir sobre la realidad crece de forma exponencial; pero, a la vez, crece, también, nuestro vacío ético, nuestro vacío existencial y nuestro pragmatismo. Para el hombre es cada vez más fácil jugar a ser Dios; y, por ello, necesitamos de la actitud humanista para ponernos límites, para que la responsabilidad crezca a la par de la capacidad de obrar, para alumbrar nuevos relatos sin erigir nuevas prisiones, para no desaparecer como víctimas de nuestras propias ficciones y delirios».
Todo lo dicho podría quedar reflejado en estas palabras que el helenista Pedro Olalla escribe, repletas de verdad, en las páginas finales de su obra Palabras del Egeo. Ante el desafío de las inteligencias artificiales, que nos hacen pararnos a redefinir el concepto mismo de lo que entendemos por lenguaje, se vuelve decisivo el cultivo de la actitud humanista, de nuestros valores plenamente humanos. Por ello, me gustaría concluir esta disertación retomando una esclarecedora metáfora a la que el profesor José María Maestre recurrió durante su intervención en el Senado:
Está en nuestras manos revertir la máxima Homo homini lupus. Debemos aprender de la loba capitolina, que abandona la fiereza propia de su condición de animal salvaje para amamantar, como una auténtica madre, a los gemelos Rómulo y Remo.De igual modo, el ser humano debe decidir amamantarse a sí mismo con el cultivo, personal y colectivo, de la actitud humanista. No en vano el término griego que alude a la educación, paideía, está relacionado con el verbo que también significa nutrir (paideuo) y fue usado por vez primera con el sentido de crianza.
Como también afirmaba el profesor Maestre, «el ser humano tiene la capacidad de hacer una interpretación completamente distinta de la que venimos leyendo una vez tras otra». En esta nueva interpretación, volvamos junto a Aristóteles para comprender la finalidad del lenguaje humano como definición conjunta de lo justo y lo injusto, como distinción entre lo conveniente y lo perjudicial para nuestra sociedad. Así, quizás, avanzando hacia una necesaria utopía, la ética, finalmente, aventaje a la tecnología para marcar el camino: convirtamos la actitud humanista en nuestra loba capitolina.