Octavia y Calpurnia:
esposas de dueños del mundo
Aunque era barcelonés, el gran escritor Terenci Moix imaginaba su nacimiento en Alejandría, añorada ciudad a la que dedicó su novela No digas que fue un sueño (1986).
Es esta una historia sobre el tiempo, que derriba imperios para alzar otros; pero entre el fluir constante de las aguas del río Nilo, se yerguen las imponentes pirámides de la eternidad, para quienes el olvido no existe. Así, Terenci Moix galvaniza todo el esplendor de la cosmopolita Alejandría egipcia, gobernada por la reina Cleopatra VII en una época en que la imparable Roma está ávida de ampliar sus dominios. Y es que en la fatal batalla de Accio del 31 a.C. se enfrentan dos mundos opuestos: el orden y la disciplina de un Occidente joven contra la belleza y suntuosidad de un Oriente antiguo. Octavio Augusto contra el sueño conjunto de Cleopatra y Marco Antonio.
No obstante, entre los planes de conquista y las ansias de poder de personajes que, desde Roma o Egipto, escriben las mayúsculas de la Historia, encontramos a quienes se esfuerzan, día a día, en las silenciadas letras minúsculas; entre las grandiosas escenas que se despliegan en No digas que fue un sueño, asistimos a una conversación cercana y familiar entablada de forma clandestina entre dos singulares mujeres: Calpurnia, viuda de Julio César, y Octavia, esposa de Marco Antonio.
— «Si nuestros destinos hubiesen sido más cómodos… qué sé yo, esposas de vulgares senadores, o a lo sumo de algún abogado… Pero hemos sido condenadas a compartir la vida de dueños del mundo.»
Calpurnia corre a visitar a Octavia la noche en que esta última ha dado a luz a su hija Antonia; y es que Calpurnia teme lo que posteriormente le confirma, con resignación, la propia Octavia: mientras su hijo nace, Marco Antonio se encuentra dando rienda suelta a sus vicios en alguno de esos remotos burdeles que para él se han convertido ya en una segunda -o primera- casa.
En esta noche de tormenta, las dos sufridas mujeres buscan las fuerzas necesarias para afrontar el destino que les ha tocado vivir como esposas de conquistadores, de unos hombres que las consideran el soporte emocional de todas sus guerras y conquistas. Esta situación da lugar a una serie de reflexiones, por parte de Calpurnia, sobre su difunto esposo Julio César, admirado como un héroe perfecto por Marco Antonio, Octavio y muchos otros jóvenes; en cambio, para su mujer -la única que realmente lo conocía- «en los últimos tiempos se estaba volviendo un poco ridículo». En su brillante intervención, Calpurnia hace bajar de su pedestal intocable a la consagrada figura de su esposo Julio César, adentrándolo en la parodia más burlesca -y más certera-:
— «Cuando tengas mis años, [Octavia], contemplarás a Antonio desde tan lejos que te parecerá diminuto. No más pequeño que los demás hombres, no creas, pero sí en relación a la magnitud que hoy le otorgas. Es como yo veo a César, desde esta altura de los años, que es la única altura realmente soberana. ¿Qué quieres que te diga del divino? Pues que no trasladó a la alcoba ninguna de sus heroicidades. Si acaso, introdujo sus manías. Así te digo que dos cosas obsesionaban a mi esposo: que le coronasen rey de Roma, y por ello recibió la muerte de manos de los conspiradores, y curarse la caída del cabello, con lo cual hizo ricos a no sé cuántos curanderos y charlatanes. ¡Todos los jóvenes sofisticados de Roma imitando su peinado y no sabían que el gran César se peinaba hacia delante para disimular su calvicie! Y si te dicen que tenía horror al viento porque veía en él presagios funestos, no lo creas. Calpurnia y todos sus íntimos saben que si evitaba el viento era porque le dejaba la calvicie al descubierto. ¡Qué raros son los hombres, por más que se llamen César y se las den de dueños del mundo! A mi edad, te lo repito, una piensa: ni más respeto ni más nada.»
Unas sabias reflexiones enfatizadas por un maravilloso sentido del humor; sin duda, Calpurnia logra que Octavia se olvide momentáneamente de su desgracia, y ambas amigas acaban echándose unas buenas risas.
En definitiva, esta conversación podría considerarse un claro ejemplo de sororidad sobre el telón de fondo del mundo antiguo: solidaridad entre Calpurnia y Octavia, quienes, encontrando la verdad a través del humor, combaten la indiferencia de sus respectivos maridos, creando con ello unos lazos irrompibles de confianza y comprensión. Y es que, como también afirmaba Calpurnia, «por haber sido mujer de César, adivino lo que es ser esposa de Antonio, pero lo mismo sería serlo de Octavio, de Lépido o de Agripa»: dueños del mundo desenmascarados en sus casas.